Al marido de mi profesora —al padre de mi amiga Lola— solo lo conocía de nombre. Era un artista plástico. Se llamaba José Roggero y le decían Fifo. La primera vez que lo vi me llamaron la atención sus ojos claros, que mezclaban bondad y picardía.
Tenía una barba canosa y una enfermedad que lo iba paralizando. El día que lo vi por primera vez ya había aprendido a pintar con la mano izquierda. Dos años después, solo podía mover un dedo: el índice de la mano izquierda.
En esos dos años nos hicimos amigos, Fifo y yo, y fundamos una revista en Mercedes, que se llamó La Ventana. En realidad la fundó él solo, pero a mí me gusta decir que lo hicimos juntos aunque eso es improbable, porque yo tenía solo veinte años y Fifo más de cincuenta.
La redacción de La Ventana estaba en el comedor de los Roggero, y yo me pasaba las tardes ahí, escribiendo para la revista. Chichita, mi madre, creía que yo me había convertido en un comunista, porque en Mercedes se sabía que los Roggero estaban afiliados al partido. Mi mamá sospechaba que Cristina me había lavado el cerebro en las aulas y que después Fifo me encerraba en su casa y me ataba las manos para un día mandarme a Cuba.
—¡Por qué no volvés a fumar porro en casa, Hernán —decía mi madre—, que por lo menos yo sabía lo que hacías!
Para peor, la revista había empezado a funcionar a lo bestia. Fifo Roggero se había comprado la primera computadora con PageMaker de la ciudad, y diseñaba la revista con tecnología de punta, sin las analógicas tipografías de metal. También tuvimos un scanner antes que nadie: éramos unos adelantados. Él diseñaba con la mano izquierda, el dedo índice sobre el ratón, y yo escribía la revista de punta a punta, con siete seudónimos.
Armábamos historias usando a los vecinos como personajes, y la gente leía literatura creyendo que eran chismes. También hacíamos investigaciones serias y las publicábamos como kamikazes, sin consultar con abogados. Fifo en su silla de ruedas, sin miedo a nada, y yo fumando porro todo el día. No teníamos techo ni tampoco futuro.
La revista se había convertido en el gran revuelo mensual de la ciudad. Nos metíamos con todos. No le hacíamos asco a nadie. De repente, en el pueblo más conservador de la provincia, un paralítico y un gordito empezaron a burlarse de jueces, de curas y militares… La mitad de la gente leía la revista para cagarse de risa y la otra mitad con miedo a aparecer como personaje.
Usar como personajes a la gente de tu pueblo es peligrosísimo, porque nunca sabés de dónde va a venir la trompada. Nos mandaron siete cartas documento el primer año, y nos hicieron tres juicios el segundo. La casa de los Roggero era nuestro búnker: iban abogados de izquierda a ayudarnos a zafar. Fifo diseñaba, yo escribía como un loco, Cristina corregía desde la cocina riéndose, y Chichita me pedía por favor que dejara de ser comunista.
Fue una época esponja. Me fascinaba lo que se podía lograr con las palabras. No me había pasado nunca. Que la gente, en el almacén, hablara de un cuento mío, sin saber que yo era el autor. Y sin saber que eso era un cuento.
Cuando La Ventana cumplió dos años y ya era lo más esperado del pueblo, mataron a un cura en Luján y en la revista hicimos una investigación sobre el caso. Supimos que el obispo de Mercedes (confesor del presidente Menem y por tanto intocable) había mandado a matar a ese sacerdote de Luján por un tema privado: el curita le había robado un chongo. Ahora sabemos que casi todas las cosas privadas de los curas tenían que ver con sexo, pero a principios de los noventa no se publicaban esas historias. Y nosotros, por supuesto, la publicamos. Porque éramos un paralítico y un gordito drogón.
El obispo ni se molestó en hacernos juicio. Solamente movió dos dedos, sin despeinarse, y nos cerró la revista a la mierda. A Fifo Roggero le sacó todas las máquinas que se había comprado y lo dejó en la lona. Su enfermedad se empezó a agravar en esa época.
Yo tenía veintidós años y me fui a vivir a Buenos Aires. Unos años más tarde apareció internet y no me pareció complicado escribir allí mentiras sobre personajes de mi pueblo, fingir ser otras personas, o hacerme un lugar a través del humor o del sarcasmo. Fue fácil para mí porque yo ya había escrito, en la casa de los Roggero, más de mil páginas con diferentes nombres. Fifo ya me había enseñado a diseñar, a buscar publicidad y, sobre todo, a tener lectores.
Yo aprendí casi todo lo que sé en la casa de la calle 28. Escribir parodia en un pueblo conservador de finales de siglo veinte es un ensayo perfecto para cuando, un día, llegara internet. Yo no sabía que estaba practicando para este siglo. No sabía que Fifo, con el único dedo que podía mover, me señalaba el futuro.