El gracioso es una lacra social
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Hay una clase de gente que cuenta chistes, que sabe chistes. Saber chistes es muy fácil; te metés un rato en Internet y te aprendés noventa. Pero saber contar chistes es otra historia. Yo no sé contar chistes, y le tengo un miedo espantoso a la gente que piensa que sabe. Le tengo más miedo a eso que al cáncer de próstata.

—Hernán, vení, vení —dice el que cuenta chistes y te agarra del hombro y te lleva para que no te escapes—. ¿Sabés el del tipo que va a la tintorería porque tiene una mancha de semen en el pantalón?

—No, contame —digo yo. Yo soy de los que dicen «Contame », como casi todo el mundo. Quisiera ser de los que dicen «Sí, ya lo sé» y se quedan quietos sin pestañear. Pero mi falta de reflejos provoca que mi respuesta sea «No, contame ». Y entonces me quedo quieto, como las liebres en la ruta cuando viene un camión de frente. Me quedo quieto, digo «No, contame» y me preparo a vivir un momento incómodo. Porque hay que hacer demasiado esfuerzo para fingir la risa.

Primero hay que poner la mandíbula en piloto automático. Esto es, sonreír de entrada mientras el otro empieza el chiste. Siempre el contador amateur quiere ser gracioso de entrada, no es paulatino: mueve las manos, cambia la voz si hay más de un personaje… Y esto, supuestamente, ya es gracioso. Entonces yo tenso el músculo abductor y muestro los dientes todo el tiempo, y esto me cansa muchísimo.

Pero el momento de mayor sufrimiento es cuando el chistoso va llegando al final, y desde lejos se nota que la trama perdió fuerza. Que no se sostiene, que el remate se ve venir, que se intuye… Y entonces empiezo a preparar la carcajada falsa. Yo no me sé reír de mentira. Me sale como un catarro. Pero mentalmente voy practicando.

Y cuando el chistoso termina, exploto de repente: «¡Aja, jaaaa jaa ja, ja, ja!» y enseguida freno, trato de no quedar del todo satisfecho, por las dudas de que el contador quiera contarme otro.

Pero hay algo peor que el que te arrincona en soledad: y es el que cuenta chistes verdes en la mesa, y en vez de decir «culo», «poronga», «mierda», hace gestos, o ruiditos, o movimientos de cejas:

«Había una pareja en un auto, a la noche, y estaban a punto de…», y hace el ruido y cierra el puño, pone cara graciosa o mueve la mano para atrás. «Entonces ella le agarra al tipo la…», y no dice qué, mira a las mujeres presentes y no dice qué. Y yo pienso: ¡Si vas a contar algo en donde la poronga es protagonista, decí «poronga»! Y si pensás que decir «poronga» es una falta de educación, o constituye delito, ¡no cuentes nada donde la poronga es protagonista!

¡Por el amor de Dios! Yo transpiro mucho en esas reuniones de gente que cuenta chistes. Me hago mucha mala sangre.

Odio mucho, por ejemplo, a los que cuentan chistes de gallegos y ponen la zeta todo el tiempo, a los que después del primer chiste te cuentan otro porque fingiste risa, a los que tartamudean al final porque se ponen nerviosos, a los que cuentan chistes de Verdaguer imitando la voz de Verdaguer, a los que se ríen mientras cuentan como si los ganara la tentación, a los que imitan la voz de los homosexuales usando la misma zeta de los gallegos, pero poniendo la mano como si tuvieran una bandejita, ¡como si llevaran una bandejita! A los que te explican el final antes del final, a los que se equivocan y empiezan de nuevo, a los que creen que para hablar como un judío hay que decir noive en vez de nueve, a los que repiten el remate porque no te causó gracia, a los que sospechan que los chistes donde aparece Marx o Freud son chistes inteligentes, a los que preguntan si no hay gente con cáncer en la mesa antes de contar un chiste negro.

Los chistosos de las fiestas no son graciosos y lo saben, pero insisten. La única virtud que tienen es haber aprendido algo de memoria. Saben las palabras, las pueden repetir una atrás de la otra, pero no tienen la menor idea de cómo se dice.

Yo, por ejemplo, yo me sé de memoria un montón de letras de tango clásico, pero eso no me habilita a ir por las reuniones recitándole versos de tango a la gente por la espalda y a traición.

Aunque no estaría mal, una noche de estas, para vengarme de todos los que se creen graciosos, que yo empezara a llevármelos uno por uno a un rincón y les dijera: «¿Sabés ese del tipo que campanea su catrera y la encuentra desolada, y solo tiene de recuerdo un cuadrito que está ahí?». A ver cuántos tangos del año veinte son capaces de aguantar.

Hernán Casciari