El gran secreto de mi vida (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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El gran terror de mi vida es no saber cuándo voy a ser, por fin, desenmascarado. Es mi terror recurrente: estar expuesto a que las personas que me sospechan inteligente, o mundano, o simpático, o capacitado para alguna tarea compleja descubran la verdad: descubran que soy un imbécil.

Les voy a contar una cosa que me pasó de chico y que marcó mi vida para siempre.

Era el año 1983, yo tenía doce años. Mi papá, en aquel tiempo, era el tesorero de la mayoría de las instituciones benéficas de Mercedes. Entre ellas, CAIDIM —Centro de Apoyo Integral del Insuficiente Mental—, un lugar donde conviven (aún hoy) la gran mayoría de los chicos con síndrome de Down del pueblo, un lugar donde se les da trabajo y cobijo.

Una mañana de mis doce años, mi padre me pidió que fuera al Banco Provincia a cobrar un cheque de CAIDIM. Llegué al banco en bicicrós, entregué el talón en ventanilla y el cajero me devolvió, sin darse cuenta, cincuenta pesos de más.

Yo noté el error enseguida, y durante todo el camino de vuelta a casa, en la bici, fantaseé con lo que me iba a comprar con esa plata extra. Creo que mis prioridades en esa época eran un karting a motor y un perro nuevo.

Cuando llegué a casa le entregué a Roberto Casciari, mi padre, el dinero exacto del cheque y me quedé miserablemente con los cincuenta pesos que sobraban.

Durante el almuerzo, sin embargo, me agarró una especie de ataque de culpa y le confesé a mi papá que me habían dado plata de más, pero también le pedí permiso para quedarme con los cincuenta pesos.

Mi papá me dijo:

—Si a esa plata la perdiera el banco, ningún problema. Pero cuando hagan el balance de caja y falten cincuenta pesos, se los van a descontar al cajero, y los cajeros del Provincia son todos amigos míos. Así que mejor lo devolvemos. ¿En qué ventanilla cobraste? —me preguntó.

Yo le contesté:

—En la ventanilla dos —y me juré para mis adentros nunca más ser sincero en la vida de Dios (actitud que sigo cumpliendo a rajatabla).

—¿Ventanilla dos? —me dice mi papá—. En esa ventanilla está Eduardo —dijo Roberto Casciari, que es amigo de toda la gente que está detrás de cualquier ventanilla. Y acto seguido llamó por teléfono al banco, pidiendo hablar con Eduardo.

—Hola, Eduardo, soy Roberto —dijo mi papá—, me parece que me diste plata de más en un cheque de CAIDIM.

—¡Sí! —le contestó el cajero—. Me di cuenta casi enseguida, te iba a llamar esta tarde. No le quise decir nada al chico retrasado que me trajo el cheque porque no me iba a entender.

«Al chico retrasado»… Mi papá se empezó a reír en ese momento y se siguió riendo hasta que se murió en 2008 (posiblemente de risa).

Ya pasaron un montón de años desde aquella tarde, pero Roberto Casciari nunca se cansó de contar en las sobremesas, cada vez que podía, esta anécdota en la que un cajero de banco vio mi verdadero rostro. Creo que este es el trauma más grande que tengo, exceptuando los sexuales y los que derivan de ser hincha de Racing.

Porque aquella tarde no solamente perdí mis cincuenta pesos, mi perro nuevo, mi karting a motor…; sino que gané, y para siempre, este temor a que la gente descubra mi verdadera identidad. Esta fobia a que todos los esfuerzos que hago por aparecer simpático e inteligente ante el mundo queden aplastados por una mirada sagaz que me devuelva a mi categoría.

Por eso, cada vez que alguien me obliga a hacer alguna cosa que está fuera de mis posibilidades (como, por ejemplo, votar, o discutir sobre economía, o contar cuentos a la noche en la televisión de aire), empieza a subirme por el esternón un frío de pánico que se instala en mi alma y no me deja vivir en la paz sencilla de los chicos de CAIDIM, ese sitio cálido del que nunca debí haber salido para intentar comerme el mundo.

Hernán Casciari