Yo estaba todo despeinado, no lo podía enfocar bien a los ojos. Le digo:
—Son las nueve de la mañana, a esta hora soy lo que quieras.
—Lo que quiero es que me diga la verdad.
—Entonces poné «cristiano» —le digo—. ¿Qué sos, encuestador? Tomé la comunión a los ocho en la Catedral de Mercedes.
Y me dice:
—Eso lo sabemos. Pero también sabemos que usted no se tragó la hostia.
Ahí me despabilé de golpe, nadie sabía eso.
—Usted no puede saber eso —le digo (ya no lo tuteaba).
—No se asuste, señor Casciari, y permítame pasar, será solo un momento.
Y entró el tipo. Entró sin que yo le dijera nada. No le podés negar el paso a alguien que sabe lo peor de vos. ¿Qué quería de mí ese hombre?
—No importa quién soy ni qué quiero —me dijo el tipo leyéndome el pensamiento—, solo deseo que evalúe las ventajas de convertirse. Usted no puede vivir sin un Dios.
Y yo le digo:
—Sos un mormón, boludo. Me hacés cagar de un susto.
—No soy mormón.
—Bueno, testigo de Jehová, lo que sea, sos de esos tipos que tocan timbre temprano.
—Tampoco. Pertenezco a una empresa intermediaria de la fe —me dice—. El gran problema de las religiones es que los fieles las adoptan por tradición, por costumbre, pero no por voluntad. Nosotros brindamos la opción de cambiar de compañía sin costo adicional.
Y yo le digo:
—Le agradezco mucho, pero yo así estoy bien.
—No es verdad, señor Casciari —me dice—, sabemos que usted no está conforme con el cristianismo.
Y el tipo tenía razón. Hace un par de semanas yo estaba en el aeropuerto y se aparecieron unos hare krishnas, y a mí me dio una rabia verlos tan contentos, siempre en lugares con aire acondicionado, los dejan vestirse de naranja.
—Y nadie les prohíbe ir descalzos —me dice el tipo otra vez leyéndome el pensamiento. Así que me puse a pensar en voz alta, porque era al pedo.
Y le digo:
—Cuando veo a los mormones, también me pasa lo mismo, a ellos les dan una bicicleta, les dan un traje fresquito, a los judíos les dan un año nuevo de yapa, a los testigos de Jehová los salvan de la colimba, ¿y a nosotros qué? —le digo al tipo—, ¿a los cristianos qué nos dan?
—Buenos consejos, quizás…
—¡Buenos consejos! —le digo—: No cojas por el culo, no uses forro, no abortes, no compres discos de Madonna, ¿esos son buenos consejos? ¡Prefiero una bicicleta con cambios!
Y me dice:
—Eso vengo a ofrecerle, señor Casciari, un cambio. La semana pasada convencí a un cliente cristiano de pasarse al islam. El pobre hombre tenía una novia oficial y dos amantes, se moría de culpa. Ahora se casó con las tres y está contento. Lo único es que, cada tanto, tiene que mirar a La Meca un rato.
Y yo le digo:
—¿Y cuánto cuesta cambiarse a otra religión?
Y me dice:
—Si lo hace con nosotros, no le cuesta un centavo. Este mes tenemos una oferta: si se convierte antes del treinta a una religión menor, le ofrecemos una segunda creencia alternativa gratis.
—No entiendo —le digo—, ¿qué vendría a ser una religión menor?
—Y, mire, hay creencias superpobladas como el budismo, el confucionismo, y después hay otras religiones más humildes: el taoísmo, el vudú, el panteísmo. Si usted no es mucho de rezar, señor Casciari, si no le importa que no haya templos en su barrio, le recomiendo una de estas, son muy cómodas.
Y le digo:
—¿Y se puede comer jamón?
—En algunas incluso se puede comer gente —me dice.
—¿Y cuál vendría a ser la más distendida?
—Y, mire, si no le gusta esforzarse, le recomiendo el panteísmo, que casi que no hay que hacer nada, solamente cada cuarenta días usted tendría que abrazar un árbol, por contrato.
—Ah, me gusta —le digo—, me gusta, pero tendría que hablar con mi mujer.
Y me dice:
—¡No, no, no! Si firma ahora, señor Casciari, le regalamos también el rastafarismo, que es una creencia centroamericana que lo obliga a fumar porro por lo menos dos veces al día.
Y le digo:
—¡Ahí está! ¡Ahí me gustó! Deme esa.
Y entonces el intermediario me hizo llenar un formulario, yo firmé, y antes de irse me dejó un sahumerio, una pandereta y un veinticinco de porro. Lo despedí con un abrazo, me volví a la cama, mi mujer seguía durmiendo. Y qué raro, el reloj despertador marcaba todavía las ocho cincuenta y nueve. Pero no era posible, habíamos estado hablando como una hora con el tipo, entonces mi mujer se da vuelta y me dice:
—¿Otra vez te duele la espalda?
Y yo tuve un mal presentimiento. Le digo:
— No, ¿por qué?
Y ella hace un gesto, me toca y me dice:
—Las manos, te huelen a azufre, como si hubiera entrado el diablo.
Y justo ahí, ¡tac!, el reloj marcó las nueve en punto.