Yo siempre creí que una buena parte de mi felicidad infantil tuvo que ver con haber crecido en Mercedes, un pueblo de provincia, y probablemente con que mi abuelo Salvador haya vivido en una quinta. Con patos, con palomas, gatos, gallinas.
Y más tarde, en la juventud, con haber ido a un colegio con los mismos compañeros desde el principio.
Yo le tengo un respeto irracional a la amistad temprana, a conocer a mis amiguitos desde la primera infancia. Con mi amigo Chiri, por ejemplo, tenemos recuerdos lúcidos, recuerdos limpios, que tienen más de cuarenta años ya. Y a Guillermo, a mi primo, me le acuerdo la cara desde hace casi cincuenta años.
Con ellos no hay, no existe, la posibilidad del aburrimiento, solamente claridad en la conversación y una especie de placer muy sereno.
Llega un punto en que la serenidad es tan enorme y la conversación tan fluida que es complicado, al otro día, no confundir una charla común con un pensamiento en solitario.
Cuando cumplí dieciocho y me vine a vivir a Buenos Aires, una ciudad preciosa pero inmensa, yo me di cuenta de que la amistad de las grandes capitales era menos antigua, o era más frágil, capaz, porque los amigos infantiles se perdían en la maraña de una ciudad tan grande, y los amigos nuevos se habían conocido de grandes.
Los chicos de las grandes capitales hacen el jardín en un barrio, la primaria en otro, el secundario más allá…, se pierden el rastro, cambian mucho de colectivo.
Pero no les pasa a todos, por supuesto… Algunos tienen la suerte de la perseverancia o del anhelo o de la casualidad, y entonces hay reencuentros felices, pero son los menos.
En general, el medioambiente de las capitales no ayuda a la germinación de la amistad temprana, a la amistad que es para siempre… Y después está el asunto del pasto, el asunto del río, el asunto de los olores.
Crecer en los pueblos tiene algunas desventajas, por ejemplo, la antena de televisión en Mercedes no sintonizaba TV2, pero también produce un provecho lento que se descubre con los años. El olor de las lombrices cuando levantás una baldosa, los barriletes de caña, juntar huevos calientes mientras te mira la gallina madre, pisar un hormiguero y sentirse un dios malvado; sentirse sucio, sentirse lejos de casa, sentirte del otro lado del río.
Por eso, cuando mi hija cumplió tres, nos mudamos a un pueblito de cinco mil habitantes en la montaña. Mi hija volvía sucia del jardín, sus amigos del colegio tenían padres que habían nacido y habían crecido ahí mismo.
Cuando llovía mucho, había barro; y cuando nevaba, había silencio.
Por supuesto que la ecuación esta que hago no tiene por qué funcionar como una magia. Vivir en un pueblo no es la receta de ninguna felicidad, y tampoco las ciudades escupen moldes de chicos tristes todo el tiempo…
Pero hay algo, hay algo en mis propios recuerdos de la infancia, algo que me lleva a repetir el idéntico camino de una esperanza; es como plantar una semilla en tierra propicia. Igual, hay egoísmo en todo esto, porque solamente me puedo relacionar profundamente con personas que tuvieron una infancia feliz, y eso no tiene nada que ver con la geografía: eso solamente es suerte.
Pero yo quiero ser amigo de mi hija cuando seamos grandes. Supongo que los padres que fueron felices con riquezas pretenden hijos que aprendan pronto a sumar y a multiplicar… y los que fueron felices con la música hacen lo posible por darles a sus hijos un entorno lleno de pianitos y de saxofones.
El amor funciona de esa manera. También funcionan así la voluntad y el deseo. A mí me tocó ser feliz gracias a que conversé toda la vida con la misma gente; por eso, cuando mi hija volvía del colegio, todos los días a las cinco, yo la veía entrar a casa y le preguntaba si había jugado con los chicos, le preguntaba el nombre de sus mejores amigos, yo quería saber si se había divertido en el patio del recreo. La pregunta era otra, obviamente, la pregunta verdadera era: ¿Sembraste muchos Chiris esta mañana, hija? ¿Les pusiste agua a todos tus Guillermitos?