El otro lado de la valla
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Pausa

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Cuentos contra reloj

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Las vallas están en todas partes. Y a mí no me gusta estar en ninguno de los dos lados de la valla. Yo, por ejemplo, no voy a lugares donde exista la posibilidad de que no me dejen entrar. Y tampoco voy a lugares donde exista la posibilidad de que no me dejen salir. No me gusta ni la expectativa ni la zozobra. Necesito saber siempre lo que va a pasar y, sobre todo, necesito que pase lo que a mí se me antoja.

Por eso la primera vez que me salió mal todo esto lo sufrí mucho, porque no estoy acostumbrado.

Cuando empezó la pandemia yo la verdad no la sentí como un peso. Estar en casa siempre fue lo que más me gustó en el mundo. A mi hija Nina, que vive en Barcelona, le pasó lo mismo. No podíamos viajar para vernos, como era nuestra costumbre, pero hablábamos horas enteras por zoom, casi siempre sobre libros.

Yo notaba a la gente incómoda durante la pandemia, y a mí no me pasaba lo mismo. Mi oficio me permitía hacer en casa lo mismo que antes hacía afuera, estaba en un lugar cómodo con la gente que quería, y sobre todo, no ansiaba salir ni estar en la calle.

La pandemia no era una valla, en donde algunos podían pasar y otros no. Era un muro enorme en donde nadie salía y nadie entraba. Entonces, no me preocupaba. Mi problema no son los muros. Mi problema son las vallas. Lo peor es quedarse de un lado cuando querés estar del otro.

Saqué libros en pandemia, escribí mucho, hice streamings cada sábado, conversé con Julieta, vimos películas, hice mi columna de radio por zoom, vi crecer a mi hija chiquita en directo y a mi hija grande por videollamada. Con Nina hablábamos más que nunca. Es decir: si alguien me veía en esos meses, yo parecía un experto en el encierro y en la vida cotidiana.

Por supuesto, y por eso esto es una historia, algo horrible se estaba cocinando en mí, pero yo no lo sabía. Pasaron trescientos noventa días, más de un año de pandemia, cuando España permitió los viajes de avión a personas que tuvieran familia directa en otras partes del mundo. 

Mi hija Nina y yo no estábamos desesperados por vernos, porque la tecnología del zoom nos permitía charlar, pero cuando vimos la noticia le saqué un pasaje.

Lo hice con normalidad, como siempre. Desde que vivo en Buenos Aires, ella viene siempre cinco o seis veces por año. Viaja sola desde los doce y ya tenemos una rutina: ella me manda mensajes de audio cuando llega al Aeropuerto del Prat, en Barcelona; después me avisa cuando hace check-in, y hablamos por última vez cuando ya está en el avión. Y doce horas después la paso a buscar por Ezeiza. Siempre es igual.

Esa vez, casi al final de la pandemia, mantuvimos la misma rutina de siempre. Me acuerdo perfecto que era domingo y que era de noche en Buenos Aires cuando Nina me mandó el primer mensaje de WhatsApp: «Ya llegué al aeropuerto, papá». Y yo le pongo «Ok, tranqui» y seguí haciendo mis cosas en la oficina de casa.

La segunda llamada no fue habitual, por WhatsApp, fue una llamada entrante. Me sorprendió. Atendí y Nina me dijo, fingiendo calma, que había un papel que no tenía y que no la iban a dejar subir al avión.

Faltaba una boludez, una certificación de La Haya que confirmaba que yo era el padre de la menor, etcétera. Una boludez que yo podía conseguir al día siguiente. Y que conseguí. Y que Nina viajó tres días después. No es ese el cuento. 

El cuento es otro. Quiero volver al segundo exacto en donde una persona desconocida, a doce mil kilómetros de mí, me dijo que todos podían subir al avión excepto mi hija. 

Las vallas están en todas partes, pero hasta ese día yo las había esquivado a todas. No me gusta que no me dejen entrar, no me gusta que no me dejen salir. Me hice el adulto, le dije a Nina que no se preocupara, que volviera a su casa, que ya mismo iba a conseguir el sello y que le sacaba un pasaje para dos días después. Nos despedimos por teléfono y corté. 

Todo lo que sigue no me había pasado nunca en la vida. Me acuerdo que Julieta y Pipa estaban esperándome para cenar y mi cuerpo supo, antes que yo, que iba a tener un ataque de pánico. Por eso no fui a la cocina, sino al patio de la oficina, donde sabía que nadie me iba a poder oír. 

Me hice chiquitito contra un rincón y empecé a llorar con el desgarro de la pérdida. Era algo distinto a mi llanto normal. A mí me gusta llorar, a veces pongo música para llorar un poquito y limpiarme, me hace bien, pero este no era un llanto buscado ni era un llanto cálido. 

No podía respirar, tenía hipo. Me sentí profundamente de un lado de la valla y ella, mi hija, estaba del otro lado. Había gente que cruzaba la valla y nosotros no. 

Pensé en Nina volviéndose a su casa en un taxi, sola, y supe que todos los zoom que habíamos hecho durante la pandemia habían sido una pura oratoria falsa, manotazos de ahogado. Era una careteada entre los dos. Nos habíamos hecho los cancheros, nos decíamos que estábamos bien… ¿Entonces por qué ese llanto de ella antes de cortar, y ese ataque de pánico mío en el patio? Me temblaba todo el cuerpo y no podía parar de llorar. Era un llanto feo, con hipo, una rabia sin concepto.

Me cayeron por la cabeza, uno por uno, los trescientos noventa y dos días en que no pude abrazar a Nina, ni escucharla dormir de noche, ni verla despertarse a la mañana, ni sentarnos en el patio sin hablar.

Y ahí entendí por qué el odio a las vallas. Porque podés hablar con quien quieras del otro lado de la valla. Podés gritarle cosas a Sara, podés gritarle cosas a Kaká. Lo que nunca podés hacer es abrazar al otro a través de la valla.

Entendí que yo necesitaba estar con Nina, no hablar con Nina. No quería que me contara lo que había leído; yo necesitaba verla leyendo en mi sillón.

Hernán Casciari