Después de cada partido le contaba a mi amigo Pino mis últimas panzadas literarias de Sherlock Holmes, Father Brown o Hércules Poirot. Le explicaba, de memoria, de qué manera mis detectives preferidos descubrían que un cliente era soltero, o extranjero, o estafador, al observar algún detalle en su abrigo, y a mi amigo le fascinaban esas deducciones.
Entonces yo le prestaba uno de mis libros, porque necesitaba charlar de esos temas con alguien. Al día siguiente le preguntaba qué había leído y Pino me decía que nada, que mejor le contara yo. Al principio pensé que era pereza, hasta que una tarde mi amigo leyó en voz alta el «Reglamento del juego de bochas o petancas» que estaba pegado en un cartel: ahí entendí todo.
Pino no lograba diferenciar la coma del punto y coma, ni adivinaba los verbos por contexto, ni podía encajar los signos de puntuación hasta muy entrada la frase. Cada tres palabras dudaba; y era tan grande su esfuerzo por no fallar, que no retenía una sola idea en la memoria. Al oír cómo leía en voz alta, pensé: «Qué aburrido debe ser Sherlock Holmes así de lento y sin matices». Pero eso no fue todo.
Cuando empezamos la escuela secundaria descubrí un nuevo problema: mi profesora de literatura pretendía que los chicos que eran como Pino leyeran libros gordos —¡por obligación, además!—, en lugar de una síntesis de la trama para que al menos los pudiesen comprender. Muchos de mis compañeros de clase fingían que leían, después buscaban copiarse en los exámenes y, por supuesto, siempre creyeron que la literatura era aburrida.
Cuando, al inicio de la pandemia, acepté leer cuentos clásicos en la televisión argentina, me acordé de la mirada de fascinación de Pino al escuchar y de su hastío al leer lo mismo que yo le contaba. Por eso busqué sobre todo hacer versiones comprensibles de historias inolvidables.
Le pedí ayuda a mi amigo Chiri: «Ayudáme a encontrar cuentos hermosos que podamos sintetizar para que los entiendan los que no leen», le dije. Él se puso a rastrear conmigo y después, cuando la televisión quiso hacer una segunda temporada, le pedimos a Josefina Licitra y a cuatro jóvenes narradores fantásticos que nos proveyeran de nuevos cuentos.
En los cien covers que recopilo en esta edición a veces eliminamos personajes, otras veces cambiamos nombres o reemplazamos ciudades de nombre difícil. En la vorágine, algunos cuentos perdieron incluso su título original. Pido de antemano disculpas a los autores, a los herederos, a los puristas y a los que prefieren la complejidad a la síntesis. Sé que hice un montón de trampas y recortes para que cada historia no ocupase más de cinco minutos en el tiempo útil del lector.
Por eso también dejo un enlace al pie de cada cover para que se pueda acompañar cada relato con una locución informal en mi propia voz. Intenté, sobre todo, que los relatos suenen coloquiales, como si los estuviera contando en voz alta un amigo después del tenis, en las mesas de piedras del club.