La casa tampoco ayudaba mucho a que la relación fuera más cálida entre los dos. Era una casa muy señorial, muy lustrosa. El patio tenía columnas y estatuas de mármol, y las habitaciones eran enormes, pero frías.
Por las tardes, mientras Jordán estaba en el trabajo y Alicia caminaba sola por las habitaciones vacías, tenía la sensación de que en realidad estaba atrapada en un palacio encantado.
En ese extraño nido de amor, Alicia se pasó todo el otoño. No fue raro que adelgazara. Pero después tuvo un ligero ataque de gripe que se alargó más de la cuenta… No mejoraba nunca.
Hasta que por fin una tarde pudo salir al jardín, apoyada en el brazo de Jordán. Se quedó mirando las flores y los frutales como si los viera por primera vez. Con muchísima ternura, Jordán le pasó la mano por la mejilla y ella se largó a llorar. Él la abrazó y la contuvo en su pecho y así se quedaron un rato.
Esa fue la última vez que ella se levantó de la cama.
Al día siguiente amaneció pálida y mareada. El médico le ordenó calma y descanso absoluto. Cuando Jordán despidió al médico en la puerta, el doctor le dijo: «Está muy débil, pero sin vómitos, sin fiebre, nada… No me lo explico. Si mañana se despierta igual, llámeme enseguida».
Al día siguiente Alicia seguía peor. Jordán consultó con distintos médicos, que le diagnosticaron una anemia muy aguda, pero completamente inexplicable. Jordán vivía casi pegado a la cama de Alicia, sin sacarle los ojos de encima. Ella hablaba poco, el resto del día dormía.
Pronto empezó a tener alucinaciones que la hacían gritar y llamar a su marido con pánico, que enseguida entraba para calmarla.
Los médicos volvieron, pero fue inútil. La salud de Alicia era cada vez más débil y nadie sabía qué le pasaba. Durante el día parecía que su enfermedad no avanzaba, pero por las mañanas amanecía demacrada, sin nada de energía. Parecía que la vida se le escapaba de noche, hasta que una mañana no pudo mover más el cuerpo, apenas la cabeza. No quiso que le tocaran la cama ni que le arreglaran las almohadas. Sus alucinaciones ahora tenían forma de monstruos horribles que se arrastraban a la cama y trepaban por encima de la colcha.
Después perdió el conocimiento. Los últimos días deliró sin cesar, a media voz. En el silencio de la casa enorme, solamente se escuchaba el delirio monótono que salía de la cama y el rumor de los pasos de Jordán. Y por fin, una tarde, murió.
Cuando se llevaron su cuerpo, la sirvienta entró a deshacer la cama vacía y se quedó mirando el almohadón, y después llamó a Jordán en voz baja: «Señor, en el almohadón hay manchas de sangre», le dijo.
Jordán se acercó. En la funda, al lado del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchas de sangre. «Levántelo a la luz», dijo Jordán.
Ella levantó el almohadón pero enseguida lo dejó caer, horrorizada. «Pesa mucho», dijo. Jordán lo levantó: pesaba muchísimo.
Lo llevaron al comedor y lo pusieron sobre la mesa. Con un cuchillo filoso, Jordán cortó la funda de un tajo. Las plumas volaron y la sirvienta pegó un grito: al fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas peludas, había un animal horrible. Una bola viviente y viscosa.
Entonces Jordán entendió lo que ningún médico había podido descubrir. Noche tras noche, desde que su esposa había caído en cama, un parásito de los que anidan en las plumas, había introducido sigilosamente su boca en la cabeza de Alicia, chupándole todas las noches un poco de sangre. Hasta quedar desproporcionadamente inflado. La picadura era casi imperceptible. Al principio, el movimiento del almohadón había impedido el desarrollo del parásito, pero desde que Alicia no pudo moverse la succión fue vertiginosa.
En cinco días, en cinco noches, la había vaciado.