El amor de los metalampos
10m
Play
Pausa

Compartir en

Hay una versión más corta:
El nuevo paraíso de los tontos

Compartir en:

Hace muchísimo tiempo, en un planeta que no era éste pero se le parecía un poco en el contorno de la circunferencia, hubo una raza superior a todas las que habitaron el Universo en cualquier época y en cualquier rincón. Eran bellos, inteligentes, generosos, compasivos, valientes y suaves al tacto. En su apogeo como civilización, lograron construir una sociedad perfecta: en su mundo no existía el hambre, ni el trabajo aburrido, ni los abogados, ni la enfermedad, ni la democracia. Se llamaban los metalampos.

Tal era la sabiduría natural de estos seres, que cualquiera de las grandes mentes conocidas de nuestra civilización (pongamos un Einstein, un Da Vinci, un Sócrates) en el mundo metalampo hubiera tenido que ganarse la vida como empleada doméstica o guionista de televisión.

Pero comencemos por ubicarlos en el tiempo.

El planeta Metalampo no fue contemporáneo a nuestro planeta Tierra, sino muy anterior. Cuando ellos vivieron su maravillosa época dorada, nosotros no éramos siquiera un boceto mal dibujado en la servilleta del cosmos. Para que podamos comprenderlo con una metáfora, diremos que si la historia humana en todo su conjunto se resumiera en el día de hoy, la vida metalampa se habría desarrollado el jueves 12 de agosto de 1933, entre las cuatro y las cinco de la tarde.

En este planeta remoto la vida transcurría en paz. Pero ésta era una paz verdadera, no una breve tregua entre dos horrores, que es lo que nosotros podemos entender como la paz. Los metalampos nunca tuvieron guerras, ni conflictos armados. Tampoco conocieron revoluciones ni epopeyas. Esta ausencia de confrontaciones les resultó muy ventajosa para la práctica del ocio (que dominaban como nadie), pero también les acarreaba algunas desventajas de orden práctico, pues al carecer de momentos históricos, de héroes, de generales y batallas, nunca lograron ponerle nombre a sus calles y el servicio de correo postal fue siempre muy ineficaz.

De hecho, es sabido que los metalampos escribieron millones de cartas a lo largo de su historia, pero sólo ocho de ellos pudieron leer alguna.

Y es que, al contrario que otras civilizaciones menos humildes, los metalampos no se desvivían por las telecomunicaciones, ni por el perfeccionamiento técnico. Si había que inventar algo se inventaba, pero sólo si era necesario o urgente. Cuando se topaban con una enfermedad, descubrían la cura; cuando encontraban un precipicio, inventaban el puente. Pero no alardeaban. No avanzaban por avanzar. Hay un ejemplo muy claro de esta actitud: como nunca hallaron problemático esperar media hora y volverse a llamar, jamás desarrollaron la telefonía móvil, a la que consideraban una tecnología histérica.

En realidad, los metalampos no fomentaban el progreso porque no padecían ansiedad por llegar pronto a ninguna parte, dado que se hallaban muy a gusto donde estaban. Y quizás por ese motivo consideraban que el progreso, antes que mejorar la calidad de vida, sólo tendía a afearles el cuerpo. «El mando a distancia no te hace más moderno», rezaba un refrán metalampo, «lo que te hace es el culo más gordo».

El único problema de los metalampos era el amor. Cuando dos metalampos se enamoraban de verdad y sin remedio, morían instantáneamente. A veces primero uno, a veces los dos al mismo tiempo. Esto, al principio, provocó que los metalampos tendiesen a la promiscuidad, pero como eran seres de un corazón enorme, una gran inteligencia y una belleza alarmante, no podían dejar de enamorarse tarde o temprano. Y de morir inexorablemente en lo mejor de su edad.

Quizás para equilibrar su paso fugaz, una de las características más obsesivas de los metalampos fue lograr la máxima sencillez en el lenguaje. Para ello hacían uso de un sistema encadenado de caracteres, en donde el mínimo cambio de estructura confería distintos significados. Era tal la capacidad de síntesis del lenguaje metalampo que un dibujante era capaz de realizar un identikit perfecto escuchando del testigo únicamente la palabra «estuqi».

La composición molecular de su lenguaje propiciaba que cualquier cadena de caracteres significase algo. Un metalampo ciego aporreando un teclado generaba palabras reales. También un bebé metalampo gateando por arriba de un cuaderno. Todos, al pasar por encima de un teclado o garabatear signos en un papel, emitían una idea y hasta a veces un soneto con rima consonante.

Algunos narradores metalampos de vanguardia solían escribir largas novelas tirando seis o siete bolsas con fichas del escrabel desde distancias considerables. De este modo cualquiera podía escribir, con independencia de su capacidad de comprender lo escrito. (En el mundo humano, lo más parecido a esta práctica se denomina blog).

Otra capacidad extraordinaria de esta raza es que sólo eran capaces de adquirir conocimientos en la oscuridad. De día o con luz artificial, únicamente estaban capacitados para disfrutar, reventarse granos, cantar, reproducirse y cocinar. Pero si lo que deseaban era aprender un arte, un oficio o una ciencia no recurrían al esfuerzo sino a la falta de luz.

Para aprender el oficio de repostero, por ejemplo, un metalampo sólo necesitaba entrar en una panadería y permanecer a oscuras un par de horas. Para conocer los secretos de la mecánica automotriz, debía meter la cabeza dentro de un capó y esperar un rato. Para conseguir una licenciatura en psiquiatría, únicamente había que entrar de noche en un manicomio.

Además, la educación era involuntaria. Tras el Gran Apagón del año 878, que duró seis días y provocó terror y suicidios, más de dos millones de metalampos se convirtieron, sin darse cuenta, en campeones mundiales de ajedrez.

Los adolescentes metalampos aprendían todo lo concerniente a la educación básica y media en sólo cuatro noches, encerrados en una biblioteca sin luz eléctrica. Sólo un número insignificante de adolescentes (en general albinos) reprobaban alguna materia y tenían que volver durante el fin de semana. «Me llevé matemáticas a sábado», le decían a sus padres.

La sabiduría era —de este modo— un bien tan fácil de adquirir que todos poseían conocimientos amplios, minuciosos y extravagantes sobre cualquier cosa. En el mundo metalampo no existían los conceptos de escuela, universidad, taller literario, libro de autoayuda, o televisión estatal matutina. Al no ser la educación un valor agregado, tampoco existía la noción de pedantería intelectual. En el mundo metalampo la erudición no constituía un privilegio sino un síntoma de haber comprado una casa mal iluminada.

Tal era el poder del conocimiento en la oscuridad, que a lo largo de sus vidas los metalampos eran capaces de practicar más de sesenta profesiones diferentes y mantener en activo dos docenas de hobbies. El saber, por tanto, no tenía edad. De hecho, todos los metalampos nacían ginecólogos.

Mucho más complejo y peligroso les resultaba, en cambio, el arduo camino de la conservación de la especie. Al tenerlo todo, era previsible que la naturaleza debiera equilibrar tantos dones sembrando —en la aparente felicidad metalampa— un escollo difícil de soslayar.

El exterminio provocado por el amor mutuo que se profesaban, que nunca pudieron solucionar porque no era de hecho un problema sino una conformación genética, los estaba matando lentamente.

En su apogeo, los metalampos eran alrededor de 180 millones, y su tasa de natalidad menguaba un 6% cada año, dado que el sexo por recreación era peligrosísimo, pues la diferencia entre clímax y amor los confundía bastante. Las familias, casi siempre, estaban constituidas por una pareja que no se amaba en absoluto, pero que se escudaba en la monogamia por temor a una aventura extramatrimonial que pudiese dejar huérfanos a los niños.

Comenzó entonces, poco a poco, a gestarse el fin de la raza más valiente y hermosa de todas las que habitaron nuestro Universo. Una decadencia tan cruel, injusta y romántica, que generó una de las leyendas más perdurables que se conocen: la orgía del fin del mundo.

Con el paso de los años, entendieron que el miedo a la felicidad podía costarles algo más que la extinción: les costaría la permanencia inútil en una vida sin deseos ni profundidad. Y entonces, con la sabiduría que los caracterizó también en las buenas rachas, decidieron organizar una bacanal de duración indeterminada, con el objeto de que cada metalampo pudiese morir de amor y no de miedo, hasta que no quedase nadie.

Esta fiesta, que fue la más grande de todas las que se han llevado a cabo en el Universo, duró catorce años y comenzó con siete millones de invitados. El vino, la gaseosa y la cerveza se convirtieron en alimentos gratuitos de primera necesidad, y se colocó iluminación accesoria en todos los espacios, para que nadie aprendiese nunca nada nuevo en lo oscuro, durante la orgía monumental.

Los metalampos salieron entonces a las calles a buscar a su media naranja y morir en sus brazos. Después de siglos de monogamia, matrimonio vacío y sedentarismo ocioso, ahora todos conversaron y rieron con todos. Todos se besaron en la boca para saber qué pasaba. Algunos, los más enamoradizos, morían pronto, pero los primeros entierros eran excusas llenas de música para que otros solitarios conociesen gente nueva.

Fueron años de jolgorio, tumulto en las esquinas, sexo casual, mordiscos leves y música improvisada. Como no había vecinos con ganas de dormir (puesto que todos estaban en la fiesta), ni existía la policía, ni las sociedades de derechos de autor (puesto que era un planeta sensato) tampoco había motivos para que la bacanal llegase a su fin ni para que nadie cobrase cánones y multas. Al séptimo año se habían celebrado más de seis millones de muertes por amor, y la música no cesaba. Ni tampoco el amor.

Al comienzo del último año de la fiesta (y de la especie) solamente quedaban 724 metalampos en la superficie del planeta. Desde el aire, parecían una pequeña manifestación enloquecida gritando y bebiendo y cantando. No había dolor ni remordimiento. Cada vez que uno de ellos moría, los que estaban cerca lo cubrían de flores y el grupo seguía el viaje hacia la eternidad elegida.

Por las noches dormían a la intemperie, bajo unas enormes mantas cuadriculadas por donde se metían mano sin saber quién era quién, y se besaban en la oscuridad diciéndose sus nombres para reconocerse. Ni siquiera en los inviernos más gélidos de esos catorce años sintieron frío. Ni siquiera cuando en vez de setecientos fueron noventa. Y tampoco cuando sólo quedaron ocho.

Y después fueron seis; y más tarde tres.

Los últimos dos metalampos amanecieron con algo de resaca, el último día de la especie. Cubrieron de flores al antepenúltimo de sus muertos y se fueron a limpiar un poco el desastre de la noche (botellas rotas, manteles a la miseria, ropa interior por el suelo) antes de fumarse un cigarro juntos y contarse sus vidas. Sabían, por haber llegado juntos al final de la fiesta, que eran los anfitriones y que aquélla era ahora su casa.

Los dos estaban un poco sensibles y borrachos, después de tanta fiesta. Eran jóvenes y hermosos. La mañana parecía de primavera y tenían claro que no tardarían mucho más en enamorarse.

Hernán Casciari