El amor viene en envase de medio litro
7m

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Más respeto que soy tu madre

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Ayer a la tarde el Caio nos dio la noticia, un poco ruborizado, pobre: «Mamá, papá, tengo novia, y esta vez vamos en serio». ¡Ay, corazones, qué alegrón más grande que me bajó por el esófago! El Zacarías, que cuando se emociona es un bruto, le palmeó la espalda al Claudio y casi le hace escupir un pulmón. «Y eso no es todo —nos dice después de toser—, la invité a cenar esta noche».

Había poco tiempo para prepararlo todo. Lo más importante en estos casos es que parezcamos normales, así que nos pusimos a ordenar la casa, a perseguirlo al Nonno para que se bañe (llevaba un mes sin enjuagarse, con la excusa del coma) y a cocinar algo rico para la futura nuera.

Mientras tanto, yo trataba de sonsacarle al nene —así, como al pasar— algunos datos de la chica, no sea cosa que otra vez se me apareciera con una vieja, como en la época en que la trajo a la Negra Cabeza.

—Che, ¿y adónde la conociste? —lo tanteo, mientras me hago la pelotuda sacándole brillo a un fuentón.

—A la salida de la Universidad del Salvador —me dice como si nada—. Está terminando la carrera.

—¿Estás de novio con una abogada? —le grito, media llorando de felicidad.

—Todavía no, le faltan unas materias, pero es muy inteligente Carmencita.

—¿Y vos qué hacías en El Salvador? —pregunta el Zacarías, siempre atento a las insignificancias.

—Me paro en la puerta y les habilito porro a los del último año, por si en el futuro necesito un abogado gratis. Hoy por ti, mañana por mí —dice.

En una situación normal, el Zacarías lo hubiera corrido al hijo con el cinturón por traficante de influencias, pero como ahora el chico tiene novia se conoce que se la dejó pasar.

Nos pasamos la tardecita arreglando la casa y preguntándole cosas al nene. Cuando se hizo de noche, ya sabíamos que la chica tiene veintidós años (¡la edad ideal!) y es de Gowland, un pueblito rural cerquita de Mercedes. Viene de una familia que tiene criadero de chanchos, así que deben estar bien de plata.

Ahora, viéndolo en perspectiva, me tendría que haber dado cuenta que algo no cerraba, que una chica de veintidós años, casi abogada, estanciera, no puede enamorarse del Caio, que es un salame que no terminó el secundario y se la pasa fumando porquerías. Pero en ese momento me podía más la esperanza…

El timbre sonó a las nueve horas cero minutos. La Carmencita, además, era puntual. Salió a atender el Zacarías, que estaba de traje y engominado para atrás. Abrió la puerta con una sonrisa pero la cerró de golpe, como si hubiera visto un fantasma. Todos nos quedamos mirándolo. El Zacarías se apoyó contra la puerta, desconcertado, clavándole los ojos al Caio, no con odio, sino más bien con miedo.

—¿Qué pasa, viejo? —le digo, mientras las ilusiones se me hacían añicos contra el suelo.

El Zacarías señala para afuera, donde seguramente estaría la chica esperando a que le abriéramos otra vez y, susurrando, nos da la mala noticia:

—Es —no le sale la palabra, mira al Caio aterrado—… ¡Es una enana, pervertido!

Todos lo miramos al nene.

—¿Y qué? —dice él—. Ustedes porque me ven todos los días, pero yo también soy un enano… Si hace como cinco años que estoy atorado en el metro cuarenta.

—Hijo —le digo—, vos no sos enanito mi amor, vos lo que sos es petiso, que es distinto, es más prestigioso. Vos, por ejemplo, llegás solito al cajón de los cubiertos… Un enano es otra cosa, un enano tiene cara de enano —lo miro al Zacarías y le pregunto, susurrando—…: ¿La chica esta tiene cara de enana o cara de gente?

—¡Terrible cara de enana! —me confirma mi marido, y lo mira a Caio—. ¿Por qué siempre nos tenés que hacer cosas así, hijo de una gran puta? Yo no puedo cenar con una enana, no sé cómo tratarla, no sé qué decir…

—Tratála normal, papá —se enoja el Caio—. Por ejemplo, no la dejés esperando afuera, no le pegués un portazo en la cara, no hablés bajito…, no la mirés como si fuera un perro… No es complicado. Además yo la quiero por lo que tiene adentro —nos explica, y por un momento creo que el nene está madurando, pero no—…: ¡No sabés las tetas que tiene adentro!

—Papá, no seas troglodita —dice la Sofi—; abrile que está fresco, pobre enana.

—¡Carmencita se llama! ¡Carmencita! —corrige el Caio a la estúpida de la hermana.

Al final voy yo; aspiro hondo y le abro la puerta con una sonrisa gigante en la boca. Me la quedo mirando; ella también. Hay unos segundos incómodos donde no sé si agacharme a darle un beso, o esperar que ella salte, ¡ay, qué vergüenza!…, pero ella misma me salva de la situación con mucho aplomo, y una voz preciosa:

—Usted debe ser Mirta —me dice—. Yo soy Carmen Salvatierra, la novia de Claudio. La admiro mucho, señora, siempre la leo. Usted es un ejemplo para todas las mujeres argentinas —y me extiende la manito.

¡Ay, qué bombón es esta chica! Y qué fácil que le resulta ganarse el corazón de una suegra. Le doy la mano y ella entra, con pie firme, y le pega un beso en la boca al Caio que parecían dos actores de cine en miniatura. ¡Cuánta pasión! Después lo mira al Zaca, mientras ella solita se quita el abrigo, y le dice:

—Y usted seguro que es don Zacarías, un placer conocerlo. Claudio me habla mucho de usted… Yo también soy de Racing.

«¡Listo, lo compró!», pensé enseguida… Cinco palabras y mi marido ya se olvidó que es enana. Yo lo conozco: cuando el Zacarías arquea las cejas así, es que está cómodo. Ahora ya no ve a una chica bajita, ahora ve a un hincha de Racing, y las relaciones para él son más fáciles. Si hasta un día charló con el Gordo Porcel en una estación de servicio.

—¿Fanática? —pregunta el Zaca mientras se agacha y le da un beso.

—Socia número 9.621 —dice, sacando el carnet de la cartera—. Con mis hermanos y mi papá tenemos palco en la bandeja central, justo abajo de las cabinas de transmisión, entrando por Pavón, no por Mitre.

El esquenún babeaba de la emoción. Miraba a la enanita y era como si mirase una tele de catorce pulgadas con el gol del Chango Cárdenas en cámara lenta. ¡Qué manejo, la Carmencita, para meterse al suegro en el bolsillo!

Cenamos distendidos, hasta hace un rato. La sobremesa duró más o menos hasta las cuatro de la mañana, y hacía rato que no nos reíamos tanto… Carmencita cuenta unos chistes sobre enanos que son para morirse de risa (contó uno muy lindo de un enano que se acomoda en el mostrador a tomar algo, y el dueño del bar pregunta a los gritos: «¿Quién fue el gracioso que desarmó el metegol?», ¡ay, qué plato!); sobre cualquier cosa tiene buena conversación esta chica. Trascartón, con el Nonno hablaba todo el tiempo en italiano, y el Caio se ponía medio celoso, lo que indica que el nene está bastante encajetado.

Cuando Carmencita se fue, ya teníamos tanta confianza que hasta le hicimos upa para darle un beso. Y después, ya solos con el Caio, uno por uno le fuimos pidiendo perdón por haber sido tan racistas con la novia, que es un sol. Nobleza obliga.

Hasta al Cantinflas le cayó bien la chica, y eso que es un gato arisco: se ve que es la primera vez que ve una cara humana tan de cerca.

Así que, corazones, hoy me voy a la cama con el pecho lleno de alegría. Todavía no hay que cantar victoria ni dormirse sobre los laureles, pero me parece que hay una Bertotti más en la familia. ¡Y de las que estudian!

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)