Todas las mañanas Juan se trepaba a la higuera y, si no lo llamaban para almorzar, era capaz de pasarse el día ahí arriba. El nene y el árbol eran capaces de entenderse de una manera única. Hablaban. Les encantaba estar uno en compañía del otro.
Pero una mañana el árbol supo que al nene le pasaba algo. «Volvieron a pelear?», preguntó la higuera: «Sí. Mamá estaba enojada, habló de deudas, dijo que él tenía que dejar de ir al casino y un montón de cosas que no entiendo. Cuando se pelean se olvidan de mí. Si no fuera por vos, yo no tendría a nadie en el mundo».
«Bah, los adultos siempre gritan un poco pero después se calman», le dijo la higuera. Pero Juan no estaba tan seguro: «Si eso es ser un adulto, prefiero no crecer», le respondió él.
«Nooo», dijo la higuera. «Vos vas a ser un hombre valiente y honesto». Y enseguida, para que Juan cambiara la cara, dejó caer un higo maduro. Entonces Juan mordió el higo y al segundo ya estaban hablando de otra cosa.
Pero al día siguiente, Juan llegó al árbol llorando. «Mamá y papá se van a separar», dijo el chico, «me van a meter de pupilo en un colegio». «No, no, no puede ser», dijo el árbol. «Yo no quiero, no quiero irme de la quinta, no quiero dejar de estar con vos».
Esa misma tarde vinieron a buscar a Juan, y la higuera sintió que se moría de tristeza cuando el auto se alejó por la calle de tierra con el pequeño Juan llorando en el asiento de atrás.
El tiempo fue pasando, y todos los años el árbol esperaba que su amigo volviera, pero esto no pasó. La soledad envejeció el corazón de la higuera. Su tronco se puso nudoso y los higos fueron cada vez menos. Ya nadie vivía en la quinta y el encargado no se ocupaba del mantenimiento. La higuera miraba, muda, la decadencia y el abandono a su alrededor.
Un otoño en el que sus hojas empezaron a caerse solas, amarillas y feas, el encargado decidió que el árbol se estaba secando y que había que tirarlo abajo.
Ese mismo día la pobre higuera fue reducida a un tronco en el medio del patio. Pero así y todo, ella seguía aferrada a sus raíces y no dejaba de pensar en Juan, su mejor amigo. «Ahora Juan estará hecho un hombre», pensaba, «a lo mejor ya se casó, tal vez tenga hijos». Y la higuera decidió vivir hasta que él volviera. Quería volver a ver a Juan, y después no le importaría nada más.
Y un día Juan volvió. Ya era un hombre. Ella lo vio parado en el patio, conversando con el encargado. Sus ojos estaban tristes y tenía el pelo corto y oscuro, pero era él.
Parecía cansado. Le estaba diciendo al encargado que sus padres le habían dejado en herencia esa quinta, y que él debía venderla. Después de un silencio, Juan miró el patio. «Hay algo que falta en este patio, ¿no? pero no sé qué», le dijo al encargado. «Sí. Hay varias plantas que ya no están, porque juntaban mugre», respondió el hombre.
Juan pensó un instante, bajó la vista a sus pies, como si intentara recordar algo, y después se acercó con pasos seguros al tronco solitario de la higuera, en mitad del patio.
La higuera supo que el momento que tanto había esperado estaba a punto de suceder.
«Tenés razón, deben ser unas plantas que estaban en este sector», dijo Juan. Después levantó un pie, apoyó la suela del zapato en el tronco de la higuera, sin reconocerla, y se ató los cordones.
Casi de noche volvió a la capital, donde vivía en un departamento con su mujer y su hijo, un nene hermoso de cuatro años. Juan le dijo a su mujer que había puesto en venta la quinta, y que comprarían un departamento más grande.
«¿De verdad, Juan?», dijo la mujer. «¿Por qué no compramos una casita, con un jardín? Una casa con árboles. Nuestro hijo es chico, a todos los chicos les gustan los árboles. Conversan con los árboles».
Juan la interrumpió, riéndose. «¿Qué película viste?», le dijo. «Un departamento es más práctico. Y una inversión muchísimo mejor. Además, yo también fui chico, y no me pasó ninguna de esas pavadas que estás diciendo con ningún árbol. Todo eso es literatura, amor…».
En ese momento, unos kilómetros al sur, en una quinta a oscuras, el corazón de una higuera se murió de tristeza.