Al principio estaba ilusionada con el empleo, porque podía hacerlo desde casa y sólo iba a las oficinas los jueves, para estar presente en las reuniones de marketing. Pero ahora hay que estar allí seis horas, mirando el Hyde Park por la ventana de un sexto piso, y aunque el sueldo es mejor se aburre mucho. Por eso empezó a llevarse la marihuana al despacho, para que el tiempo pase mejor. Más lento sí, distorsionado a veces, pero mejor.
Sin embargo, ahora mismo Karen está en problemas y no lo sabe. En cinco segundos aparecerá por la puerta su jefe, Salman, un chico más joven que ella, de raíces hindúes, con toda la intención de ponerla de patitas en la calle. Aquí entra, sin golpear. Asoma la cabeza con gracia. No parece enojado, pero tampoco feliz.
—Karen, ¿podemos hablar un minuto?
—¿En tu oficina?
—No, aquí está bien —dice Salman, y entra por completo a la habitación, el cuerpo alargado después de la cabeza.
Salman tiene 24 años y es de esos jefes que no usan el interfono, ni la corbata, ni tampoco la pedantería. Es moderno y dócil: a veces envía emails a sus empleados con cosas graciosas en .pps. Pero también es firme en sus decisiones, un poco extremista, y un mago del marketing con coste cero. Él descubrió, tres años atrás y sin querer, que la mejor publicidad para eBay era enviar gacetillas falsas a los medios de comunicación. Era un empleado más, y desde entonces es el jefe. Su sueldo ha subido ocho veces en dos años.
—¿Qué mierda es esto, Karen? —dice Salman, con un impreso en las manos. En realidad dice fucking, no mierda, pero estoy traduciendo en tiempo real, y en castellano de España, así que tampoco puedo poner carajo.
—La campaña que me pediste ayer. ¿Hay algún problema?
En la campaña de ayer había una premisa: que la gente creyera que comprar cosas en eBay era fácil, muy fácil, cosa de niños.
—¿Si hay algún problema? Claro que hay un problema. Esta mierda pasó el filtro interno y ahora está en todas las agencias de noticias.
Karen no se acuerda, en este preciso momento, qué historia escribió ayer, porque estaba muy drogada. Sólo sabe que era tardísimo, que se quedó hasta las ocho con el word en blanco, y que mandó una gacetilla a Europa Press porque le pareció divertida. Sólo ahora entiende que olvidó pasarla por el filtro editorial. La envió sin más, como una novata. Ahora Karen se ha puesto roja de vergüenza.
—¿No tienes idea de qué te estoy hablando, verdad? —adivina Salman— No sabes qué historia has escrito, ni recuerdas cuándo la has enviado, ni por qué. ¿Sabes al menos quién soy yo?
Karen, ahora, está llorando. No hace ningún sonido, sólo se le ha transfigurado la cara y se le han multiplicado las arrugas. Querría taparse ese gesto ridículo con las palmas pero no puede, porque en una mano, debajo del escritorio, tiene el porro encendido por la mitad.
Salman lee en voz alta el impreso que ha escrito Karen el día anterior:
—Jack Neal, un niño inglés de tres años —subraya con ironía la edad del niño— adquirió un vehículo de 17.120 dólares en una subasta de eBay. Los padres no cerraron la sesión, el niño se sentó en el ordenador y, al hacer clic sobre las teclas, compró un Nissan Figaro color rosa.
Karen, de manera imprevista, se empieza a reír como si estuviera demente. No sabe si es la droga o si son los nervios, ni siquiera sabe cómo es posible llorar y reírse al mismo tiempo, pero ríe, en voz alta, con carcajadas sonoras y cortantes, cla cla cla, como reiría un tractor si pudiera estar contento por algo.
—¿De color rosa? —grita Karen en medio de la carcajada— ¿Cómo he podido escribir que el coche era de color rosa?
Salman, en cambio, sigue con el mismo gesto de perplejidad.
—Estás despedida, lo siento —dice sin levantar la voz, y la frase actúa como un interruptor automático en la risa de Karen. La habitación se queda en silencio. La chica, todavía con el eco de la contracción en la mandíbula, clava los ojos en los de su jefe, seria, y entonces Salman prefiere bajar la vista.
—Lo siento, de verdad —dice el jefe—. Pero esta vez no puedo cubrirte, has matado a la gallina de los huevos de oro, Karen. ¿Sabes lo que pasará esta noche, cuando las agencias vean tu historia? ¿Crees que nos seguirán tomando en serio?
—Hemos escrito cosas peores —dice Karen—. Lo de la chica que subastaba su virginidad era una gilipollez, el balón aquel del penalty de Beckhan vendido en dos millones… Y se lo han tragado todo.
—¡Se lo han tragado porque es posible! —grita ahora Salman— A los idiotas de la prensa no les importa que algo sea verdad, pero necesitan que sea posible. Vivimos de eso. Crecimos gracias a la idiotez ajena, ¡no la nuestra!
Karen no pensaba lo mismo. Según ella, la prensa se había convertido en un gran libro de ficción aceptado por todos. Por los editores desganados, por los redactores perezosos, y sobre todo por el público imbécil. Antes esto ocurría sólo con los tabloides amarillos, pero ahora se le podía vender mierda envuelta para regalo también a los medios de prestigio. La verdad aburría, pensaba Karen. Como aburre mi vida. Todo nos aburre y necesitamos que nos mientan.
—No creo que las agencias rechacen la historia —dice ahora ella, y le da una calada al porro, frente a las narices de su jefe—. Si quieres échame, no pasa nada, pero la gacetilla es divertida y eso es lo que cuenta —otra calada—. La puta historia del crío de tres años estará por la noche en toda la prensa digital. Y mañana en papel, ocupando el sitio de las noticias de color. ¿Te apuestas algo?
Salman sonríe.
—Ningún medio serio puede hacerse eco esta vez, Karen —dice el jefe—. Seamos sensatos… Si tengo razón, firmas tu renuncia y te vas sin pedir un centavo.
—¿Y si no?
—Si el mundo se ha vuelto loco, si la gente es más estúpida de lo que yo mismo puedo imaginar, te asciendo a jefa de marketing. ¿Tenemos un trato?
—Tenemos un trato —dice Karen, y da la tercera calada.
Ahora es de noche. Todos duermen en Londres, menos, claro, los que escriben las historias que se verán mañana en la prensa. La noticia más reproducida del día en los diarios del mundo, incluidos los más serios, dirá así:
«Jack Neal, un niño inglés de tres años adquirió un vehículo de 17.120 dólares en una subasta de eBay. Los padres no cerraron la sesión, el niño se sentó en el ordenador y, al hacer clic sobre las teclas, compró un Nissan Figaro color rosa».
A la mañana siguiente, Karen Thompson llegó a la oficina un poco más temprano, con una caja enorme de cartón. Metió con cuidado todas las cosas de su despacho en la caja. La foto de su ex novio, los lápices de colores, la abrochadora, la bolsa de porro del segundo cajón y algunos cuadernos que guardaba sobre la mesa. El portátil no, porque en su nuevo despacho del noveno hay uno mucho mejor.
Subió por el ascensor y se ubicó en la oficina flamante. Por la ventana el mismo Hyde Park, los mismos árboles. Colocó algunas de las cosas en el escritorio, que era más amplio y de vidrio. Se sentía a gusto, pero sabía que, con los días, todo sería otra vez una mierda, una más grande, una con mejor sueldo. Ella quería ser escritora, pero el destino decidió que fuese jefa de marketing de una empresa de subastas. Abrió el ordenador, prendió un porro. Escribió:
«Una foca verde compra un yate de seis metros de eslora por cuatro mil libras, en eBay».
Le pareció un buen título. Más tarde, después de la siesta, se le ocurriría cómo seguir adelante.