Empezó a curiosear. Agarró una caja con armas que recién habían sido embaladas. Estaba claro que él había estado operando esa máquina porque no había nadie más en ese sector de la fábrica. ¿Entonces él era un operario? Tranquilo, como si ese movimiento formara parte de alguna rutina, sacó un revólver de adentro de la caja y lo agarró con naturalidad.
Después caminó hacia otra posta de trabajo y se detuvo ante un compañero que estaba embalando municiones.
«¿Quién soy?», le preguntó.
Pero el otro obrero se quedó callado, es más: ni siquiera levantó la vista.
«Ey, ¡te estoy preguntando algo! ¿Quién soy?», insistió el operario. Y aunque la fábrica entera retumbó con el eco de su grito, nadie en todo ese galpón dio señales de haber escuchado. El operario —porque, a juzgar por su aspecto, él era parte de ese mundo— sintió tanta impotencia que agarró fuerte el revólver y le dio en la cabeza a su compañero justo cuando estaba terminando de empaquetar unas balas. El obrero cayó y las balas se desparramaron por el piso.
El operario recogió una. Tenía el calibre indicado para su revólver. Metió varias en el tambor y, mientras lo hacía, escuchó el ruidito de las pisadas que se acercaban. Al darse vuelta, vio a un guardia caminando sobre una rampa de vigilancia y le gritó: «¿Quién soy?». Ya no esperaba respuesta, pero seguía sintiendo la urgencia de pedir desesperadamente información sobre sí mismo.
El guardia, esta vez, no habló pero tampoco lo ignoró: lo miró fijo y se largó a correr. Así que el operario le apuntó con su arma y disparó dos veces en su dirección. El guardia cayó de rodillas, pero antes de desplomarse del todo apretó un botón rojo que había en la pared. En el acto, una sirena empezó a sonar y por los altavoces se escuchó una voz desange lada y sintética que gritaba, una y otra vez, «¡Asesino! ¡Asesino!».
Pero los trabajadores de la planta seguían sin levantar la vista. Continuaron con sus tareas mientras el operario, el que había perdido toda referencia con el universo en el que estaba, corría hacia una puerta de salida. Ni bien la abrió aparecieron cuatro hombres uniformados que le dispararon con unas armas muy raras, que no soltaban balas sino rayos. Los disparos le pasaron por los costados, y mientras los esquivaba él disparó tres veces y logró darle a uno que se desplomó en el suelo.
Desesperado empezó a correr, pero vio cómo las afueras de la fábrica se llenaban de uniformados que ahora lo rodeaban de un modo perfecto. No había forma de escapar, pero él disparó igual hasta vaciar el cargador y después se resignó. La gente de seguridad se acercó a él y vio cómo pedía, rendido, que tuvieran piedad.
«¡Por favor! ¡No disparen! Solamente quiero saber quién soy», dijo. Pero nadie se conmovió con la súplica. La única respuesta fue un disparo láser que acabó con él. Todo se le volvió oscuro. Acto seguido lo metieron en un camión, cerraron la puerta y arrancaron. Mientras viajaban, el guarda y el conductor hablaban como si todo hubiera sido rutinario.
«Cada vez peor», dijo el chofer. «Una o dos veces por mes hay uno que se vuelve asesino».
«Tremendo…», dijo el guarda, rascándose la cabeza. «¿Este qué decía?».
«Repetía: Quiero saber quién soy, quiero saber quién soy».
«Parecía humano».
«Sep».
Después los dos se quedaron callados, como si pensaran. Hasta que el chofer dijo: «Me parece que los están haciendo cada vez mejores, eh», y el otro dijo que sí, medio preocupado, mientras el camión de reparación de robots se perdía, lentamente, entre el paisaje.