El armado de esa fiesta tomó dos meses. Para que el salón fuera realmente grande, Pasamano derribó paredes y, ya que estaba, tiró los muebles que tenía y compró nuevos.
Después, cuando vio que en el programa de la fiesta —armado por expertos en fiestas— había un concierto en el jardín, y que él no tenía un jardín que estuviera a la altura de semejante tertulia, llamó a una cuadrilla de paisajistas que lo convirtieron en un parque rococó con cipreses tallados, caminos zen y estanques para peces exóticos.
En cuanto al banquete, Pasamano se ocupó de que fuera de categoría superior. Las reuniones de políticos siempre tenían buen champán, pero el plato principal nunca era más que un buen pollo, que todo el mundo terminaba comiendo sin cubiertos. Para no equivocarse, Pasamano le encargó al chef del hotel más lujoso del país que preparara un manjar presidencial.
A esa altura, la fiesta ya salía un dineral y Pasamano se preocupó un poco: en realidad no tenía tanta, tanta plata que gastar. Le había ido muy bien con algunos negocios en los últimos años, pero el gasto del banquete (que incluía cuarenta mozos, dos orquestas, un cuerpo de ballet y comida para ciento cincuenta personas) había entrado ya en el terreno de las inversiones de riesgo.
Igual valía la pena la apuesta. Así se lo dijo a su esposa:
«Mirá, Estela, si me dan una embajada en Europa recupero todo lo que gasté y nos llenamos de plata».
«Ay, Fernando… Pero el presidente, ¿viene?», preguntó la mujer.
«Más vale que venga, Estela… Por las dudas le mandé a decir que le hicimos un retrato».
Y era verdad: en el medio de la reforma, y para asegurarse la asistencia del presidente, Pasamano había encargado una pintura que estaba exhibida en el centro del salón.
Cuatro semanas después, llegó el primer rumor de que el presidente vendría. Y el mismísimo día del banquete, se confirmó su presencia, porque Pasamano vio llegar temprano a su mansión a seis tipos vestidos de negro, haciéndose los distraídos, y se notaba a la legua que eran agentes secretos.
Después cayeron los demás invitados: ministros, legisladores, diplomáticos, empresarios… Todos llegaban con chofer y saludaban a Pasamano. De fondo, en la calle, la gente del barrio se empezaba a arremolinar, fascinada por el desfile de autos negros.
En el medio de aquello llegó el presidente, con su escolta. Apenas lo vio, Pasamano se olvidó de la etiqueta y le pegó un abrazo exagerado en el medio del jardín. Y empezó la fiesta: hubo whisky, champán, chistes verdes, manjares y risotadas por las habitaciones y el jardín, y Pasamano se las ingenió para que cada fotógrafo lo encontrara junto al presidente.
Horas después, cuando ya eran íntimos, Pasamano dio su golpe de gracia: se acercó al oído del presidente y, con falso pudor, hizo su pedido.
«¡Faltaba más!», dijo el presidente, un poco achispado. «Justo en estos días queda vacante la embajada en Roma. ¡Mañana te hago nombrar, Fernando! Vos decile a tu mujer que vaya haciendo las valijas».
Pasamano estaba en la gloria. En un momento se fue aparte y desde abajo de un pino, llamó a sus dos hijas y les dijo que se prepararan para vivir en Europa. Después volvió a la fiesta y la sonrisa no se le borró hasta que se fue el último de los legisladores y él cayó, rendido y satisfecho, en su colchón de plumas. Es verdad: había arriesgado mucho dinero, pero lo había hecho con inteligencia, y la inteligencia siempre paga dividendos. Con esa frase se fue quedando dormido.
A la mañana siguiente lo despertaron los gritos de su mujer que agitaba el diario. Pasamano se incorporó de la cama aturdido.
El diario decía, en letras enormes, que durante la madrugada el general Muscardi había dado un golpe de Estado, aprovechando que el presidente (bueno, el expresidente) se había ido de juerga con sus ministros durante toda la noche.