Fortunato era un tipo muy desagradable. Hablaba de todo como si supiera y trataba con crueldad al que opinaba distinto; cuando en verdad su único conocimiento verdadero giraba en torno a los vinos: era bueno catando vinos.
La cosa es que una noche, aprovechando la pasión de Fortunato por los vinos, el Conde le tendió una trampa.
Durante un festejo de Carnaval se encontró a Fortunato vestido de arlequín, bastante borracho y celebrando en la calle, y de modo compinche —porque se supone que ambos eran amigos— le dijo que acababa de comprar un barril de amontillado, un vino muy poderoso, y que no estaba seguro de haber hecho una buena inversión.
Para aumentar su interés, el Conde soltó el anzuelo infalible: «Aprovecho que te encuentro, porque si no le iba a pedir consejo a Luchessi…».
Apenas escuchó «Luchessi», Fortunato cayó en la trampa. Le dijo al Conde que Luchessi tenía paladar de lata, que la única persona que podía aconsejarlo bien era él, y que fueran ya mismo al palacio del Conde, para testear el contenido del tonel. Eso hicieron.
Cuando llegaron, la mansión del Conde estaba vacía. Precavido, le había dado asueto a su servidumbre para asegurarse de estar a solas con su enemigo.
Una vez adentro, prendieron dos antorchas y bajaron las escaleras macizas hasta llegar a la bodega. El camino era tan empinado y sombrío que en algún momento lo único que se empezó a escuchar eran los pasos y los cascabeles del sombrero de arlequín de Fortunato.
Después, se escuchó la tos. Fortunato empezó a toser. La humedad empezaba a llenarle los pulmones, pero el Conde volvió a la misma astucia del principio para conservar su interés.
«Si se siente mal» dijo, «subimos y lo llamo a Luchessi».
Pero Fortunato no quería saber nada. Su tos era un detalle estúpido, tan estúpido como Luchessi, así que no había que perder más tiempo y debían seguir hasta el barril de amontillado. El Conde dijo que bueno, mostrando una falsa obediencia. Abrió un vino para calentar la garganta, procuró que Fortunato estuviera más borracho que antes, y lo hizo avanzar por las catacumbas hasta llegar a una cripta profunda donde los muros estaban formados por esqueletos apilados y donde la impureza del aire enrojecía el fuego de las antorchas.
En lo más apartado de la cripta había otra, menos espaciosa, de la que salían una cadena y un candado.
«Qué criptas enormes», se asombró Fortunato.
«Y sí», dijo el Conde. «Los Montresor fuimos una familia con escudo».
«¿Y cómo era el lema del escudo familiar?».
El Conde estaba por responder, cuando Fortunato lo interrumpió.
«Bueno, qué importa… La humedad no se aguanta. ¿Y el vino?».
Fortunato caminó, ansioso y borracho, hasta el fondo de la cripta. Y fue ahí, con un movimiento rápido, que el Conde lo envolvió con la cadena y puso el candado.
«¿Y el vino?», preguntó Fortunato, desconcertado.
Pero el Conde no respondió. Corrió una montaña de huesos y dejó ver que, debajo, había material de construcción para tapar el nicho. Con destreza y silencio de albañil, el Conde empezó a trabajar. Y a medida que iba subiendo la pared, vio cómo a Fortunato se le iba la borrachera y empezaba a gritar, y escuchó cómo su voz se iba apagando con el paso de las horas.
Cuando le quedaba solo una piedra por poner, sintió que salía del nicho una risa ahogada que le puso los pelos de punta.
«Qué buena broma, amigo», susurró Fortunato, «cómo nos vamos a reír en el palacio, ¿no? ¿Dónde está nuestro barril?».
«Está junto al escudo de mi familia», contestó el Conde. Y entonces le explicó a Fortunato en qué consistía el escudo: tenía un gran pie humano, de oro, aplastando a una serpiente que le muerde el talón. Y tenía un lema, Nemo me impune lacessit, que en castellano significa «Nadie me ofende impunemente».