Hasta que una noche, después de cenar, mirando el diario, vio que había salido ganador un número de lotería que tenía las mismas tres cifras finales del billete que siempre compraba Helena, su mujer. Eso no quería decir que hubieran ganado, pero había una chance importante.
«Ay, Iván, busquemos el billete», dijo Helena y se levantó apurada de la mesa. Pero Iván la detuvo. «Esperá, mujer. Vamos a paladear unos minutos la sensación de haber ganado». «Ay, no aguanto… Mirá si nos tocó. ¡Iván! Me vuelvo loca».
Los dos sonrieron, pero con incomodidad. La sola idea de ganar tanto dinero los hizo sentir raros.
«¿Qué haríamos con toda esa plata, Iván?».
«Al billete lo compraste vos», dijo él, «pero igual nos sobra para que los dos empecemos una vida nueva. Podríamos hacer… todo lo que se nos antojara».
Iván se quedó en silencio silencio y empezó a hacer cuentas: invertiría un tercio en un campo, usaría el diez por ciento para renovar la casa y pagar algunas deudas, y el resto iría al banco… a sumar intereses. Después, claro, podrían hacer un viaje. Iván se imaginó en una playa exótica, durmiendo en una hamaca mientras sus hijos manejaban un descapotable… Se imaginó tomando un whisky al atardecer y…
De repente, a medida que imaginaba su vida perfecta notó que su esposa no entraba en el cuadro y que sus hijos, de hecho, también fastidiaban un poco. ¿Era buena idea irse con Helena y los chicos?, pensó, en silencio. Quizás fuera mejor viajar solo, o con una mujer más relajada, que no se quejara tanto, que no vigilara sus gastos.
Por primera vez en su vida, Iván sintió que su esposa era un estorbo; es más: la vio fea, con olor a cocina y sin virtudes suficientes para estar al lado de él. Él todavía estaba entero, y hasta podía casarse otra vez.
Además, como el billete era de Helena, seguro que ella iba a querer todo el dinero, lo iba a repartir entre sus hermanas, y a él le iba a dar solamente algunos gustos, por los que además iba a tener que rendir cuentas. No. No era justo. Todas las hermanas de Helena, sus maridos y sus hijos llegarían arrastrán dose como mendigos ni bien supieran del premio, y adularían a Helena con un sinfín de mentiras hasta conseguir una buena parte de la plata.
«Qué gente inmunda», pensó Iván. Y esa palabra, «inmunda», le recordó a su mujer: su cara, se dio cuenta de que Helena era horrible. Y esa certeza lo hizo mirarla, ya no con una sonrisa, sino con odio.
Y del otro lado no había sentimientos mejores. Helena, al mismo tiempo, miró a Iván con rechazo. Porque ella también tenía sus propios sueños, sus planes, sus pensamientos, y quizá ninguno de ellos incluía a su marido. Pero, sobre todo, miró a Iván con rechazo porque ella conocía perfectamente la cabeza de ese hombre y sabía que Iván estaba haciendo cuentas para abalanzarse sobre un dinero que no era suyo.
Al mirarlo, Helena parecía estar hablando: sin hablar, lo fulminó con la mirada, como diciéndole: «Ni se te ocurra».
Iván entendió el mensaje. Y su única defensa fue buscar el diario y confirmar la sospecha: por un solo número, no habían ganado. Por uno solo.
Cuando se lo dijo a Helena, el matrimonio salió del hechizo y volvió a la realidad. La esperanza y el odio que sentían desaparecieron, y se encontraron en una habitación oscura, chiquita y sofocante.
Lo que siguió fue una noche como todas. Cenaron, dejaron los platos para lavar, se acostaron. Y muy tarde, con algo de acidez porque la cena le había caído como una piedra, Iván se puso de costado en la cama y dijo: «La verdad… esta vida es una mierda. Antes que seguir acá prefiero pegarme un tiro».
Y su mujer, que no dormía, contestó: «Ojalá algún día tus deseos se hagan realidad».