Ni bien entró quiso ir al diván, y eso que el licenciado le decía que no hacía falta.
Pero él dale que te dale. Cuando se salió con la suya y se acostó en el diván se nos queda dormido y empieza a roncar.
—¡Pero nene —le digo yo— atendé al licenciado Mastretta!
—No, señora, no lo hostigue —me reprocha el psicólogo—, está intentando llamar nuestra atención.
—¿Usted cree? —le digo—. A mí me parece que está pasado de trapax, se pasa las noches tomando pastillas con los amigos, y después llega la mañana y siempre se pone más boludo que las palomas.
—¿Eso es cierto, Claudio? —dice el licenciado—, ¿necesitás evadirte por las noches?
—¿No tenés un almohadón, bigote? —balbucea el Caio, y yo me puse toda colorada.
—¿Un almohadón…? —dice el licenciado, que se ve tiene una paciencia bárbara con los locos—. ¿Te sentís generalmente incómodo?
—Chupáme el orto y andá, buscáme un almohadón o me hago un bollo con tu pulóver y me lo pongo atrás del marote
—le dice el Caio.
—¡Caio y la puta que te parió, le pedís perdón al licenciado Mastretta ahora mismo! —le digo yo zamarreándolo de una oreja.
—Señora —me dice el doctor cazándome del brazo, mientras me mira con unos ojos hipnóticos que parecían propio los de una lechuza—. ¿Nos deja solos, por favor? Yo no puedo trabajar si usted presenta esta actitud tan hostil.
—¡Ja! —dice el Caio, abriendo un ojo—. ¡Aguante bigote! Dejános solos, vieja hostil, ¿no escuchaste al master?
Así que me vine para casa pegando un portazo que casi se caen todos los diplomas. Lo más probable es que ahora el Caio se haga amigo del esquenún ese, y salgan los dos de noche a tomar pastillas por ahí. No se puede confiar más en la medicina de este país.