El Caio pierde su identidad
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Más respeto que soy tu madre

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El Caio está enojado consigo mismo y con el mundo, sin ganas de nada, porque acaba de descubrir que Mercedes no es única en el mundo. La primera información le llegó ayer por la mañana, cuando desayunamos en el centro de Azul antes de seguir viaje con «El bólido» arreglado.

Llegó corriendo a la cafetería, jadeando, y nos dijo:

—¡Vengan a ver qué casualidad! —señalaba para afuera, con un índice tembloroso—. ¡Acá también hay una plaza que se llama San Martín! ¡Qué looooco!

Al ver que ninguno de nosotros reaccionaba, sospechó que su descubrimiento había sido demasiado sutil para nosotros, y se quedó todo el viaje embobado con lo que él llamaba «una posibilidad en un millón».

Pero una hora más tarde entramos a Laprida a almorzar, y después a Coronel Pringles a cargar nafta, y más tarde a Tornquist a merendar, y entonces fue descubriendo la triste realidad de no ser especial, de no vivir en un pueblo único.

—Acá también hay una Plaza San Martín, y enfrente un Banco Provincia, y al lado una Intendencia… —nos decía en cada pueblo al que entrábamos, mirándonos con lágrimas en los ojos, buscando una respuesta ante tamaño despropósito.

—Sí —le decíamos—, y si te vas dos cuadras para allá hay una Escuela Normal, y una Biblioteca Sarmiento, y una tienda de ropa que se llama La Favorita… Y cuando lleguemos a Bahía Blanca, mi amor, vas a ver lo mismo, siempre lo mismo…

—¡Sofi! —dijo entonces el Caio mirando a su hermana—. ¿Vos sabías esto?

La nena, a la que todavía le dura la bronca con su novio, lo miró despectiva:

—No, no sabía Claudio, pero me importa una mierda. Para mí Mercedes no es especial, es una garcha igual que cualquier pueblo.

—¿Y vos Nonno? —buscaba ahora los ojos sabios de su abuelo—. ¿Sabías que Mercedes no era un lugar especial?

—Tutte le pópolo di provinchia sonno idéntico, bambino

—sentenció don Américo, imitando la sonrisa de Borges—, incluso in eso di crederse espechiale…

Ahora, que ya estamos en Bahía Blanca preparados para hacer noche, mientras preparamos las canadienses para acampar, los hombres le van dando ánimos al Caio para que mejore la cara:

—Mañana temprano vas a salir por primera vez en tu vida de Buenos Aires, hijo —le dice el Zacarías—. ¡Olvidáte de Mercedes! Vas a conocer provincias con nombres extraños, lugares que nunca habías imaginado que existían…

El Caio, pobre, que nunca prestó atención en geografía, abría los ojos grandes, cagado de miedo por la posibilidad de traspasar la frontera de la provincia. Cuando estuvimos alrededor de la fogata, más calmado después de su porrito nocturno, se animó a preguntarle al padre:

—¿Cuántas provincias hay en Argentina?

—¡Nadie lo sabe! —dijo el Zacarías con la voz grave, iluminado su rostro por el fuego—. Nosotros mañana entraremos a una que se llama Río Negro. Dicen que muchos entran, pero que nadie sale…

—¿Es verdad, Nonno? —preguntó el Caio, muerto de miedo pero envalentonado.

—É vero, bambino. A la entratta de Cipoletti hay un cartele que diche «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate».

La Sofi y yo nos vinimos al cibercafé del camping a escribir y levantar mails, pero oímos que al Caio le seguían dando ánimos alrededor del fuego, para que se olvidara de Mercedes por un rato. Escuché que el Nonno le decía en italiano: «Los viajeros tenemos dos grandes desafíos, bambino: olvidar de dónde hemos salido y no saber qué suelo hemos de pisar».

—¿E sabé qué é nechesario para lograre cuesto? —le preguntó a mi hijo.

—¿El porro? —intentó el Caio.

—Molto bene, bambino… Molto bene.

El Nonno y el Claudio se llevan muy bien. A veces no sabríamos qué hacer con ninguno de los dos si no estuviera el otro para escucharlo. Nunca había visto dos enfermos graves que fueran sus propios enfermeros. Suponemos que el viaje seguirá en paz.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)