Cuando el clima supera los dieciocho grados yo ya comienzo a ponerme borde. Miro a la gente con rabia, digo lo que pienso sin filtrar y me quedo serio muchas horas, como si estuviera muerto.
Pero cuando superamos los veinticinco grados, entonces ya no soy yo, como La Masa. Me convierto, me desgarro y me pierdo.
Yo creo que la culpa la tiene mi glándula sudorípara, que es una glándula exagerada. La gente normal suda un poco, lo normalito. Pero yo tengo un problema. Soy capaz de echar litro y medio a la hora. Y así no hay camiseta que aguante.
En verano, más que nada, es cuando las enfermeras comienzan a perseguirme con la fregona. Van por detrás, y a cada rato se ponen a limpiar lo que voy dejando.
Da la impresión de que ellas fueran jugadoras de hockey, y yo una pelota demasiado crecida. Formamos parte de un deporte infernal, los Juegos Sudoríparos de Verano.
Yo no comprendo cómo es que la gente nórdica, en verano, se viene para España, con lo bien que se está en sus países congelados, con bebidas blancas y alta tasa de suicidio. Yo creo que allí, en Finlandia, en Noruega, en Suecia, la gente se suicida de gusto.
Al Niño Andoni, que es un guarro, le gusta beberse mi sudor. Ya no hago nada para impedirlo (porque llora como un marrano), pero él viene por las tardes a buscar mi ropa.
Después se va al patio y lo exprime todo en un cubo: camisetas, pantalones, ropa interior, etcétera. Y mete el jugo amarronado en su biberón. Y va diciendo por ahí que ha conseguido colacao.
Odio el calor, odio mis glándulas.
Lo único que me hace un poco de ilusión, en verano, es poder alimentar a un niño con mis jugos.
Lo demás es un trasto.