«El candelabro de plata», de Abelardo Castillo
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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Un escritor sombrío y solitario siente por primera vez en muchos años la necesidad de no pasar otra No­chebuena emborrachándose solo, y unas horas antes de las doce sale a buscar la compañía de un viejo ma­rinero checoslovaco que vio en uno de los bares del puerto; un bar al que va a beber y a escribir cosas que siempre termina tirando. 

Nunca hablaron. El viejo siempre está solo en la misma mesa, fumando su pipa y mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Pero él siempre supo que el viejo lo observaba, como si algo los uniera. Por eso esa noche, en vísperas de Navidad, camina hasta su mesa y le dice: «Vení conmigo». El viejo alza ape­nas sus ojos celestes, casi transparentes, y dice: «¿Qué dice, señor…?». «Que vengas conmigo, a mi casa, a pasar una Navidad decente», dice el escritor y lo saca del bar.

Al rato los dos beben champán frente a una mesa donde están los restos de la cena, junto a un candela­bro de plata que el escritor heredó de su padre y que es lo único que, misteriosamente, todavía no fue a parar al empeño. Recién cuando falta una hora para la medianoche, y cuando ya están bastante borrachos los dos, el viejo checoslovaco empieza a hablar. 

Se llama Franta y tiene un acento raro y dulce. Ha­bla de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia de ojos azules, y de un muchachito, también rubio, también de ojos azules, al que hace treinta años que no ve. «Cuando vine a América él apenas caminaba. Ahora ya debe ser un hombre», dice con dolor. 

«¿Nunca intentaste volver?», pregunta el escritor, y entonces la cara del viejo se endurece: «¿Volver? Us­ted lo dice fácil, señor; pero es… Es muy feo volver como un mendigo… No, señor. Volver así, no. Ella, mi mujer, murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho, porque el di­nero que había juntado para traerla, a ella y al chico, lo perdí en el juego. Qué vergüenza, señor. No poder matarse». 

Franta toma un trago; el escritor se lo queda mi­rando unos segundos. A lo largo de la noche había notado que Franta lo creía un hombre rico y capri­choso, un millonario, tal vez, un poco desequilibrado y algo artista (la manía de escribir en los tugurios y acaso el candelabro le habían hecho suponer eso), y es en ese instante que empieza a darle vueltas en la cabeza la idea de contarle una mentira, una mentira que todavía no tiene clara del todo, pero empieza: «Esta forma de vivir que llevo, usted es inteligente y lo adivinó, no es más que una extravagancia, una manera de sacarme de encima el aburrimiento», dice el escritor. El viejo lo mira con odio. 

Cuando se acaba la botella y el escritor le da la espalda para buscar otra puede ver que, inconsciente­mente, la mano del viejo se cierra sobre el mango de un cuchillo que hay sobre la mesa, y que enseguida suelta cuando el escritor vuelve con la botella llena. «¿Sabés lo que es el cáncer, vos?», dice de pronto el escritor para dramatizar la mentira, y apoya las ma­nos sobre la mesa. «Yo también, igual que vos, soy un pobre infeliz que no se anima a matarse», dice. 

El viejo, que lo estuvo mirando todo el tiempo, de golpe comprende y sus ojos se hacen enormes. El escritor dice: «Estás hablando con un hombre que ya se murió. ¿Entendés, viejo? Por eso vivo lo poco que me queda como se me antoja. Ya no pertenezco al mundo. El mundo es de ustedes, los que pueden te­ner fantasías, los que tienen derecho a la esperanza. Yo soy menos que un cadáver». 

Y en ese momento, a la vez que suenan las sirenas del puerto y los petardos de las doce, súbitamente la idea que buscaba el escritor cobra forma defini­tiva en su cabeza. «Por Dios, Franta», grita el escri­tor, «por ese Dios que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Esa es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver, viejo, y vas a volver como un hombre». 

Franta lo mira. Sus ojos brillan. En un arrebato de gratitud incontenible el viejo le besa las manos al escritor y dice, llorando: «Gracias… No te voy a olvidar mientras viva». Y se queda dormido sobre la mesa, borracho de alcohol. Sueña, el viejo, que vuelve a la pequeña aldea de colinas grises, que acaricia los cabellos rubios de su hijo y que mira unos ojos claros como el cielo. 

Con todo cuidado, el escritor se levanta sin des­pertar al viejo, agarra el pesado candelabro de plata y, después de acariciar suavemente la cabeza del vie­jo, dice: «Feliz Nochebuena, Franta». Y le revienta el cráneo.

Abelardo Castillo
Una adaptación de Hernán Casciari