Sus ídolos eran personajes de la historia griega y romana, caballeros de la Edad Media, un Napoleón Bonaparte, por qué no, pero los contemporáneos no existían para ellos. Así que cuando el rector les dijo que se prepararan porque de un momento a otro el presidente Sarmiento iba a llegar al colegio, ellos no sintieron nada en particular, más allá de la felicidad de saber que ese día no iban a tener que ir a clase.
Media hora antes de la visita, el rector los juntó a todos en el patio y les dio un discurso tratando de meterles un poco de entusiasmo. Y no era para menos: el rector tenía miedo de que lo destituyeran, como después, fatalmente, ocurrió. De ese discurso, recuerda Fray Mocho, a los chicos solo les quedó la noticia de que iban a poder salir después de que dicha celebridad los visitara.
A la una de la tarde sonó la campana y los estudiantes corrieron a formar en la galería. Esperaron serios, atentos, la llegada del visitante. De repente, se abrió la puerta de hierro, maciza y pesada, y apareció Sarmiento, pelado y serio como un bulldog, seguido de una multitud de caballeros engalanados.
Con un aire petulante que lo denunciaba a la legua, comenzó a mirar a los chicos y a pasarles revista con ojos de entendido. Ellos, instintivamente, le sintieron olor a maestro de escuela. Sarmiento tenía un sombrero chato debajo del brazo, sin el hueco para meter la cabeza. Ese sombrero extraño fue lo único que llamó la atención de los estudiantes. Era un clac, es decir: un sombrero de copa muy usado en aquella época, que por medio de un resorte se podía desplegar, y después plegar para llevarlo cómodamente en la mano o debajo del brazo. Pero ninguno de ellos, hasta ese momento, había visto algo así en la vida.
Una frase comenzó a correr en las filas. «¡Mirá, che…! ¡Qué sombrero más raro tiene el pelado! ¿Dónde pondrá la cabeza?».
El rumor fue creciendo, mientras Sarmiento, con aire de suficiencia, examinaba todo y miraba al rector como pidiéndole explicaciones. El rector, que sabía que Sarmiento era medio sordo, sonreía incómodo y acobardado.
De repente, un rayo de sol indiscreto quemó el cráneo del presidente, un cráneo pelado como una piedra. Y ahí Sarmiento activó el resorte del sombrero, que se armó en el acto, y se lo puso en la cabeza.
El movimiento fue como un gran pase de magia que desató una carcajada espontánea y estruendosa en todos los estudiantes, del más grande al más chico. Nadie podía parar de reírse. Fue tremendo. El rector se puso pálido. Sarmiento, indignado, improvisó un discurso en el medio del patio. Les dijo que eran unos bárbaros, dignos hijos de una provincia que degollaba a sus gobernantes y en la que los hombres buscaban la razón en el filo de sus dagas. Que más que estudiantes, les dijo a los gritos, parecían indios.
Entonces alguien silbó. Y de repente todos los chicos empezaron a silbar al mismo tiempo. El presidente y su comitiva no lo podían creer: rodeados de una silbatina ensordecedora, empezaron a irse. El rector, por poco, lloraba.
Cuenta Fray Mocho que pasaron los días y que algunos periodistas porteños llegaron al colegio para buscar datos y escribir crónicas del suceso. Días des pués, los diarios de Buenos Aires pintaban a los entrerrianos como «una horda salvaje que obedecía al látigo del caudillo de turno».
Lo cierto es que, en aquella época, las relaciones entre Buenos Aires y Entre Ríos estaban caldeadas, y los periodistas le atribuyeron un móvil político a lo que simplemente fue el chiste genuino de un sombrero. Sea como fuera, dice Fray Mocho al final del relato, «esto me enseñó a entender, desde muy pequeño, cómo los diarios mienten para escribir la historia».