Los tipos que se pelearon se llamaban Duncan y Uriarte. Pero lo raro fue que ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo usar un cuchillo. Eran dos chetos de la ciudad que se la pasaban hablando de autos caros y caballos de carrera. Y, al igual que los otros diez o doce invitados al asado, eran medio amigotes. Jamás habían tenido ningún problema.
Por eso todos se sorprendieron cuando, después del cordero y varias botellas de vino, Uriarte se puso un poco denso y, de la nada, empezó a insistirle a Duncan con que lo desafiaba a un mano a mano de póker. Nadie entendía por qué Uriarte se la agarraba con Duncan. Le decían que lo mejor sería armar una mesa para que todos pudieran jugar. Pero no había caso. Uriarte no quería. La cosa era solo con Duncan.
Borges, que era apenas un chico, aprovechó la discusión para levantarse de la mesa y explorar la quinta. Ahí se encontró con el dueño del lugar: un coleccionista de armas blancas que, para entretenerlo, le mostró una vitrina llena de cuchillos que habían pertenecido a gauchos famosos. Ahí había dos armas que le llamaron la atención. Una era un cuchillo corto: tenía un cabo de madera y en la hoja llevaba grabado un arbolito. La otra era un facón largo con forma de U.
«¿De quién era ese facón?», preguntó Borges. Pero, justo cuando el tipo estaba por contarle la historia, escucharon que afuera se estaba armando un quilombo bárbaro. Cuando llegaron a ver qué pasaba, se encontraron con las cartas desparramadas sobre la mesa y con Uriarte tirado en el piso. «Nadie me dice tramposo», le decía Duncan, que acababa de sentarlo de culo con una trompada.
Ahí fue cuando la cosa se fue de las manos. Uriarte le gritó a Duncan que a eso únicamente podían arreglarlo con un duelo, y alguien no tuvo mejor idea que recordarles que en la casa había armas para tirar para arriba.
Fueron hasta la vitrina: Uriarte eligió el facón largo con forma de U; Duncan, el cuchillo corto con el dibujo del arbolito. Una vez armados, salieron al campo.
Al principio se tiraron unos puntazos bastante torpes y el resto de los invitados no entendía si la cosa era en serio o en chiste. Pero después las estocadas se volvieron cada vez más calculadas y precisas, como si los peleadores fueran, en realidad, un par de cuchilleros experimentados.
«Sepárenlos», dijo alguien. «Se van a matar». Pero fue demasiado tarde: el facón de Uriarte se hundió en el pecho de Duncan, que cayó muerto al piso, sin que nadie pudiera creerlo. Todo aquello les parecía, de golpe, un sueño. Incluso a Uriarte que, al darse cuenta de lo que había hecho, se puso a llorar sobre el cuerpo de Duncan. «Perdonáme», le decía.
Hubo un pacto de silencio y jamás se habló del tema. Hasta que, muchísimos años después, cuando Uriarte y todos los testigos ya habían muerto, Borges se animó a contarle la historia a un comisario retirado. El comisario le preguntó si Uriarte y Duncan no habrían tenido algún asunto sin resolver que justificara la pelea. Pero Borges le dijo que no, que todos en ese asado se conocían y ninguno podía entender lo que había pasado.
El comisario se quedó pensando. Finalmente recordó que solo hubo un gaucho que llevó un facón igual al que había usado Duncan en la pelea.
Aquel gaucho se llamaba Juan Almada, era de Tapalqué y tenía un enemigo declarado: un tal Juan Almanza, de Pergamino. Jamás se habían cruzado, pero ambos —Juan Almada y Juan Almanza— se la tenían jurada porque sus nombres eran muy parecidos y la gente los confundía. El arma predilecta de Almanza era, casualmente, un cuchillo corto de la marca Arbolito. El mismo que había usado Uriarte.
«Almanza murió por una bala perdida», dijo el comisario. «Y Almada se murió de viejo. Así que jamás llegaron a pelear entre ellos».
Entonces Borges comprendió que Uriarte no había matado a Duncan. No habían sido aquellos hombres los que pelearon esa tarde, sino las armas que habían dormido en una vitrina, lado a lado, hasta que unas manos las despertaron. Se habían buscado durante años por los caminos de la provincia y por fin se encontraron, cuando sus gauchos ya eran polvo.