«El evangelio según Marcos», de Jorge Luis Borges
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Pausa

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A Espinosa le gustaba la ciudad. Pero cuando su amigo Daniel lo invitó a pasar el verano en su campo, aceptó. Nunca supo por qué. Pero un día llegó a la estancia de su amigo. Era un campo enorme con tre­menda casona en el medio. Al costado estaba la casita del capataz, mucho más sencilla. El capataz se llamaba Gutre y tenía tres hijos: dos varones y una chica. Todos muy altos, medio indios. Pero tenían el pelo colorado. 

Los primeros días en el campo fueron tranquilos para Espinosa. Anduvo a caballo, aprendió algunas cosas que no sabía (por ejemplo que cuando canta un chimango es porque viene un forastero, o que no conviene confundir ortiga con yuyo porque después te arde el culo). Esas cosas. 

Una tarde el dueño del campo le dijo a Espinosa que tenía que irse una semana a la ciudad, y Espinosa se quedó solo, en la estancia, con los Gutre (el capataz y los hijos). Casi ni hablaban. «Buenos días», «buenas tardes», no mucho más que eso. Los Gutre parecían desconfiados, medio supersticiosos. Un poco parcos. Pero todo eso estaba a punto de cambiar. 

Una noche cayó una lluvia muy bestia y los techos de la casa del capataz empezaron a gotear por todos lados. Espinosa les dijo a los cuatro (al capataz y a sus hijos) que se alojaran en la casa grande, al lado del galpón, y la convivencia los empezó a acercar un poco. 

La lluvia no paró durante varios días y eso hizo que el río se desbordara y que se inundaran los campos de al lado. Quedaron completamente aislados. Y tam­bién aburridos, porque no había mucho para hacer. 

Una noche, curioseando por la casa, Espinosa en­contró una biblia. Para matar el tiempo les empezó a leer a los Gutre algunos pasajes después de comer. Les leyó un poco el Evangelio según Marcos. Y ellos, que eran analfabetos, lo escuchaban con muchísima aten­ción y le pedían que siguiera, cada vez que Espinosa quería parar. Y Espinosa les leía y les leía. Y los Gutre se apuraban para comer, masticaban rápido, para po­der escuchar el Evangelio en la sobremesa. 

Espinosa notó que esa gente (el padre y los tres hijos) ahora le sonreían y lo trataban mejor. Tenían un perro, los Gutre, y un día se lastimó una pata. Entonces Espinosa lo curó, al perro, con una poma­da que había traído de la ciudad, y ellos le agrade­cieron con una admiración que a él le pareció medio exagerada.

Una noche que llovía fuerte, Espinosa soñó con el diluvio universal y cuando se despertó creyó escuchar los martillazos de los obreros que fabricaban el arca de Noé. Pero eran truenos, y se volvió a dormir. 

A la mañana siguiente el capataz le dijo que el temporal había destrozado el techo del galpón de las herramientas, pero que se lo iban a mostrar cuando estuviera arreglado. Lo trataban con respeto, a Espi­nosa. Por lo visto, había dejado de ser un forastero para esa gente. 

Como no estaba el patrón y la estancia seguía inundada, Espinosa se fue animando a dar algunas órdenes, y la familia acataba todo sin chistar. A veces los tres hijos de Gutre seguían por la casa, a Espinosa, como si estuvieran perdidos. 

Una mañana húmeda, Gutre le preguntó a Espi­nosa si Cristo se había dejado matar para salvar a los hombres. Espinosa, que era ateo y no estaba muy se­guro, le dijo que sí. «Se dejó matar para salvarnos del infierno», le dijo, haciéndose el canchero. «¿Y qué es el infierno?», preguntó Gutre. «Bueno, es un lugar horrible», dijo Espinosa, «que está abajo de la tierra, donde arden los pecadores». Y entonces Gutre pre­guntó: «Y dígame una cosa: ¿Jesucristo perdonó a los que le clavaron los clavos?». «¡Más vale!», contestó Es­pinosa, como si supiera. 

Cuando terminaron de almorzar, los Gutre le pidieron que releyera un poco más el Evangelio. Después Espinosa se durmió una siesta profunda, interrumpida por martillazos lejanos. A la tarde se levantó descalzo y se asomó a la puerta. Vio que el agua estaba bajando y dijo: «Ya falta poco». 

Como un eco, la voz del capataz repitió detrás de él: «Sí, ya falta poco». 

Espinosa giró la cabeza y vio al capataz y a los tres hijos, que lo miraban, con ojos de locos. Se arrodilla­ron ante Espinosa, inclinaron la cabeza y le pidieron perdón. Después lo escupieron, lo rodearon con fuer­za y lo arrastraron hasta el galpón de las herramientas. Cuando abrieron la puerta, Espinosa vio que el gal­pón no tenía techo. Los Gutre habían levantado las vigas para construir una cruz. 

Jorge Luis Borges
Una adaptación de Hernán Casciari