Esta historia transcurre justo durante la batalla de Dublín, el conflicto que dio inicio a la guerra civil irlandesa.
En la noche del primero de julio, un francotirador mantenía una guardia en una de las torres del puente O’Connell, sobre el río Liffey.
Acababa de terminar de cenar y decidió encender un cigarrillo. Sabía que encender fuego en ese momento era un peligro.
En medio de la noche cualquier destello podía llegar a delatar su posición, pero, aun así, sintió que se merecía un cigarrillo.
Prendió un fósforo, aspiró el pucho que le colgaba de la boca e inhaló el humo. Casi inmediatamente, una bala se estrelló a pocos metros sobre su cabeza. ¡Fzzzzzzz! El francotirador insultó al aire, apagó el cigarrillo y se tiró de panza con su rifle al piso.
Con cuidado asomó la cabeza por la baranda de la torre. Vio un resplandor y otra bala le pasó volando cerca de la cabeza. Se tiró al piso de nuevo. Reconoció que el que le estaba disparando estaba al otro lado de la calle.
En ese preciso momento, un tanque cruzó el puente y estacionó en la vereda de enfrente. El corazón del francotirador se aceleró. Era un tanque enemigo. A los pocos minutos, un hombre vestido de uniforme se acercó al tanque y señaló el lugar del puente en el que estaba el francotirador.
La parte superior del tanque se abrió y salió otro hombre uniformado. Ambos miraron hacia donde estaba el francotirador, así que el hombre alzó sutilmente su rifle y disparó dos veces, matando a los dos en el acto.
De pronto, desde el techo opuesto se oyó un disparo y el francotirador sintió una bala que le atravesó el brazo derecho. Cayó al suelo, soltó el rifle y volvió a insultar. El brazo no dejaba de sangrar y no lo podía mover. La bala había quedado atorada en el hueso.
Acostado en el piso de la torre, el francotirador se hizo un torniquete y se quedó inmóvil, pensando cómo escapar. El enemigo, en el techo opuesto, lo te nía acorralado. Tenía que matarlo, pero no podía usar su rifle. Tenía que arreglarse con su revólver. Pensó en un plan.
Se sacó la gorra y la colocó sobre el cañón del rifle. Después, empujó el rifle lentamente hacia arriba sobre la baranda de la torre, hasta que la gorra fuera visible para su enemigo. Casi inmediatamente una bala perforó el centro de la gorra.
El francotirador dejó caer la gorra y el rifle a la calle y dejó su mano colgando de la baranda, fingiendo que estaba muerto. Al rato, la deslizó dentro de la torre nuevamente.
Con precaución, espió a su enemigo. Su plan había tenido éxito. El otro francotirador, al ver caer la gorra y el rifle, pensó que lo había matado y ahora estaba de pie, festejando su victoria.
El francotirador sonrió y levantó su revólver por encima del borde de la baranda. Presionó sus labios, respiró hondo y disparó. La bala atravesó el pecho del francotirador enemigo.
El tipo intentó mantenerse en pie, pero se tambaleó hasta que finalmente cayó del techo y terminó en el pavimento, donde antes se había detenido el tanque, y ahí quedó quieto.
Con la vía de escape liberada, el francotirador decidió dejar la torre. Cuando llegó a la calle debajo del techo desde el que su enemigo le había disparado, sintió una súbita curiosidad por su identidad. Decidió que sin duda se trataba de un buen tirador y se preguntó si lo conocía.
El francotirador cruzó la calle hasta llegar frente al cuerpo de su enemigo que yacía boca abajo en la vereda. Cuando terminó de dar vuelta el cadáver, vio la cara de su hermano menor.