El escenario, después de esa masacre, era desolador: había pedazos de cuerpos de hombres y de caballos, había oficiales heridos que suplicaban ayuda… soldados muriendo desangrados porque no alcanzaban las camillas para llevarlos a la tienda de campaña.
En ese lugar terrible, el capitán (que se llamaba Madwell) deambulaba fuera de sí, como si estuviera atontado por un golpe de nocaut, mirando de un lado para otro y pensando qué dirección tomar para salir de ese infierno. Estaba atardeciendo y le preocupaba pasar la noche entre los muertos.
Una vez que se orientó aceleró el paso, decidido a no mirar a los costados, y caminó muy seguro hacia el sur. Pasó por alto los cuerpos de sus soldados, y tampoco se detuvo al escuchar las quejas de los combatientes olvidados por los grupos de rescate. Madwell no era médico ni tenía agua: no podía hacer nada por ellos.
O al menos eso pensaba, hasta que alguien le llamó la atención. Cerca de una zanja, en una montaña de cadáveres, había un cuerpo que parecía moverse y que le resultaba familiar. Se acercó, y ahí se dio cuenta: era el sargento Halcrow, su mejor amigo de toda la vida. Eran tan cercanos que Halcrow (que odiaba la guerra) se había alistado en el ejército de Madwell para no estar lejos de su amigo.
Halcrow, eso sí, no se había sumado solo: lo había acompañado su hermano mayor, Creede, que tenía la piel más dura y no se llevaba bien con el capitán Madwell, al punto de que, en plena batalla, movidos por los nervios de estar siendo aniquilados, se habían amenazado de muerte.
Pero Madwell no pensaba en eso ahora: solamente tenía ojos para su amigo. Halcrow se había desgarrado el abdomen y por esa herida, llena de hojas muertas y de tierra, asomaba un pedazo de intestino.
Madwell se agachó y tomó delicadamente la cabeza de su amigo. Halcrow gemía. Y rogaba con la mirada algo que Madwell sabía entender: había visto muchas veces esa súplica, era el pedido de que te den muerte cuanto antes.
Incapaz de matarlo, Madwell empezó a llorar y a caminar en redondo. A unos metros, un caballo con la pata reventada por un cañonazo dio un relincho que le partió el corazón, y entendió que la muerte era un gesto de amor. Madwell desenfundó el revólver y le pegó un tiro entre los ojos al caballo, que primero tuvo una agonía larga y violenta, y después entró en un estado de paz final.
Recién ahí, Madwell encontró la fuerza para enfrentar a su amigo. Se arrodilló ante a él, preparó el arma, apoyó el cañón en su frente, desvió los ojos y apretó el gatillo. Pero no hubo detonación. Su última bala se había ido con el caballo.
Moribundo, Halcrow gimió y dejó salir una baba con sangre. El capitán Madwell, entonces, acorralado por el dolor de su amigo se puso de pie y desenfundó la espada. Pasó los dedos de la mano izquierda a lo largo del filo y tendió la espada recta ante sí, como para probar sus nervios. La hoja no temblaba. Así que se inclinó, desgarró con la mano izquierda la camisa del moribundo, y ya erguido le puso la punta de la espada sobre el corazón.
Esta vez no corrió la mirada. Agarrando la empuñadura con ambas manos, empujó con todas sus fuerzas y hundió la hoja en el cuerpo de su mejor amigo hasta que lo atravesó y tocó la tierra.
En ese instante, Halcrow encogió las piernas y se llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron blancos. Después, sus ojos quedaron secos en una dirección precisa: un punto que estaba justo atrás de Madwell.
Y es que ahí atrás, a lo lejos, tres hombres salían trabajosamente de un monte de arbustos. Dos eran enfermeros y traían botiquines y camillas. El tercero era el hermano mayor de Halcrow, Creede, que a medida que avanzaba veía cómo el capitán había matado, sin necesidad, a su hermano menor.