Todo empezó cuando Acosta todavía era joven y se propuso escribir una novela. Estaba de novio con una chica que se llamaba Luisa. Y un día le prometió: «Luisa: el día que termine mi novela, nos casamos». Acosta tardó dos años en escribir la novela, pero cuando quiso publicarla todos los editores la rechazaron. Le dijeron que era una novela horrible. Acosta se deprimió, pero igual cumplió su promesa y se casó con Luisa.
Se mudaron a una casita con un estudio, para que Acosta pudiera concentrarse en su próximo proyecto.
Pero esta vez, antes de poner una sola palabra en el papel, se prometió que iba a pensar cada detalle.
El día que nació su hijo Facundo, Acosta sintió que ya tenía la novela de principio a fin en su cabeza y que era hora de pasarla al papel.
El libro se lo iba a dedicar a su esposa Luisa, que durante todo ese tiempo le había tenido paciencia. Y esas fueron las primeras palabras que escribió: «Para Luisa». Después siguió tecleando: «Todo empezó una mañana gris de diciembre…».
Pero ahí Acosta se detuvo. Sintió un aburrimiento absoluto. Ya se conocía el libro de memoria: lo tenía en la cabeza. La idea de teclear durante semanas, poniendo las palabras que ya conocía a lo largo de 290 páginas (porque sabía el número exacto), le quitó todo el entusiasmo. Además, el libro ya estaba hecho, ¡y corregido! Le pareció mejor seguir con otra cosa. Así que le dijo a su mujer: «Luisa, desde hoy voy a pensar los libros, pero no los voy a escribir porque es un aburrimiento».
Luisa estaba un poco desilusionada, pero no se lo dijo.
Entonces Acosta pensó en una nueva novela: era sobre un huérfano que buscaba a sus padres. Cuando Acosta terminó de pensar esa novela, su hijo ya tenía cinco años.
Un día Facundo le preguntó a su mamá qué era lo que hacía su padre, todo el día encerrado en el estudio. Luisa sintió que era importante para mantener a la familia unida que el nene sintiera orgullo por su padre, así que le dijo: «Tu papá es un gran escritor. Uno de los mejores».
Cuando Facundo cumplió doce años empezó a entender que la situación de su padre era ridícula. Luisa insistía: «Tu papá ya escribió seis novelas, todas invisibles, pero son obras maestras». Facundo, de a poco, empezó a sentir vergüenza.
Las cosas mejoraron cuando Facundo entró a la universidad. O por lo menos la actitud hacia su padre cambió. Ahora empezaba a hacerle gracia. Si sus amigos le preguntaban a qué se dedicaba su papá, él respondía: «¿Mi viejo? Es un chiste caminando».
Varios años (y algunas novelas) más tarde, a Simón Acosta lo internaron por un problema del corazón. Cuando Facundo entró a la sala del hospital, su papá estaba hablando solo. Recitaba —en voz baja— su último libro. Facundo lo escuchó decir:
«Allá, en la parte más linda del cementerio, está el Rincón de los Artistas, y allí descansa enterrado el escritor Simón Acosta».
Facundo no pudo contener la risa y le dijo a su madre: «¡Escuchálo! ¡Se está sepultando a sí mismo en el Rincón de los Artistas! Qué hombre imbécil». Luisa miró a Facundo decepcionada y le dijo: «A diferencia de vos, yo sí creo en la grandeza de tu papá. Ojalá alguna vez vos también puedas creer en él». Ese día Simón Acosta murió y lo enterraron en el cementerio municipal.
Años después, cuando Luisa estaba a punto de morir, Facundo estaba con ella. Luisa, un poco deliran do, decía: «Quisiera ser enterrada junto a mi amor, en el Rincón de los Artistas».
Facundo estuvo por decirle que ambos estarían en el cementerio municipal. Pero le mintió: «No te preocupes, mamá, los dos estarán en la misma parcela, en el Rincón de los Artistas».
Entonces se imaginó entrando al Rincón de los Artistas del Cementerio, para llevarles flores a los dos. Y supo que estaba pensando una ficción. Supo que estaba escribiendo con la mente. Y por primera vez entendió a su padre. Y justo ahí Luisa cerró los ojos y, con una sonrisa, dio su último suspiro.