—¿A quién buscas? —le pregunta la enfermera Neus a la enfermera Sara.
—Al Intelectual, tengo que darle la medicación de las cuatro. ¿No lo has visto?
—Está en el patio, con el Carapomelo y el Cubalibre.
Estos apodos nacen siempre de enfermería, y son, las más de las veces, sarcásticos. A mí no me dicen «El Intelectual» porque me respeten, sino para hacerme rabiar. A las enfermeras no les gusta que escriba cosas en el periódico, y mucho menos que en mis escritos hable sobre ellas.
—Oye, Pacumbral, mejor no se te ocurra volver a ponerme en el periódico —me ha dicho ayer la enfermera Sara—, a ver si un día me confundo con las pastis y sales en la prensa, pero en la sección de los obituarios.
A pesar del resentimiento que despide mi apodo, yo prefiero ser El Intelectual y no el Ronaldo Blanco, ni tampoco el Fofo, como me decían en el hospital anterior. Un enfermo y un intelectual tienen muchas cosas en común. Ambas son personas que dicen palabras extrañas que nadie comprende del todo, ideas absurdas, y a los que toda la gente les dice que sí, que muy bien, que adelante.
Los intelectuales no están todos aquí dentro solo porque han estudiado, en la Universidad, distintas maneras de disfrazarse de gente solemne, pero en el fondo estamos todos cortados con la misma tijera.
La única diferencia es que nosotros usamos pijamas largos y no nos atamos los cordones de las bambas, y ellos usan chaquetas negras y gafas de colores vivos. Pero fuera de eso, nos parecemos hasta en el balbuceo. ¿Os acordáis de Arrabal?
Yo creo que hay mucha gente que está con un pie de este lado del hospital psiquiátrico. Pero algunos tienen dinero y se llaman excéntricos, y otros han escrito un libro imposible de leer y se llaman intelectuales.
Si es ese el caso, yo voy camino a la libertad.