Y hoy nos vino con la respuesta. El problema no es que nos haya metido un contingente de orientales en casa, sinó más bien que no haya consultado. ¿Qué le costaba a mi cuñado pedir permiso? ¿Decirle al Zacarías, por ejemplo: «Che, mañana voy a enseñarles costumbres argentinas a un montón de turistas, y los argentinos vendrían a ser ustedes»? ¿Cuesta mucho avisar?
Llegaron todos de golpe, y nos agarraron a contrapié. Cuando nos quisimos dar cuenta ya estaban todos adentro, sacando fotos y armando escombro. Eran como treinta chinos, que además parecen el doble, porque son una raza muy apretada. El Zacarías y yo nos quedamos duros, yo creo que de miedo. Pero el Caio, que se conoce sabía el tejemaneje de su tío, ya tenía su bolichito preparado.
Yo no sé cómo hace este chico, pero es capaz de venderle sus artesanías a cualquier extranjero. Y más allá de lo asqueroso del material, hay que reconocer que el nene sacó la imaginación de la madre. Porque les había armado unos Budas tan detallados, tan pero tan Budas, que a los chinos no les importaba que estuvieran hechos con soretes.
—¡Al buda de mierda…! —ofrecía el Caio, con cantito de vendedor de helados—. ¡Diez dólares el Buda, señores, diez dólares el Buda de mierda…!
Al Nonno, en cambio, el contingente oriental lo agarró en el medio de la siesta, y cuando enderezó la vista no podía creer que hubiera tanta chinita en minifalda alrededor de su cama.
—¿Qué cosa sonno cuesta ragazza, bambino? —le preguntaba al Caio—. ¿Chinesse o giapanesse?
El Caio le contestaba lo que podía, en medio de la venta, y el Nonno terminó por comprobarlo metiéndole mano a alguna, para ver qué pasaba. (Don Américo tiene la teoría de que las japonesas no se dejan tocar el culo porque son amargas, mientras que las chinas sí, porque son comunistas.) Y por la reacción de las orientales, parece que el abuelo tiene razón.
El Zacarías no estaba para sociología ni le importaba el negocio. Lo que estaba es caliente como una pipa: lo agarró a su hermano del brazo y lo metió en la pieza para cantarle las cuarenta. Yo no sabía si meterme adentro para que no se agarraran a las trompadas, o quedarme en el comedor para que la turba amarilla no me rompa nada.
—¿Por qué son todas mujeres, nene? —le pregunto al Caio.
—No —me dice, mientras los turistas le sacaban los Budas de las manos—. Los hombres están en la cocina, con la Sofi.
¡Ay, madre de Dios! A veces una se siente un bombero con muchos focos de incendio, y no sabe para qué lado correr. Pero el instinto materno me decía que la Sofi estaba en problemas. Así que salí disparada para allá, esperando encontrarme con algo que, fuera lo que fuera, me iba a hacer poner colorada. (Con la Sofi últimamente es así, porque está en la edad en que quiere probar de todo.)
La nena estaba arriba de la mesa, con un montón de chinos alrededor sacándole fotos. Ella, inocentona, se había encaramado con uno y le explicaba cosas de tango.
—¡Corazón de mi vida, bajáte de ahí antes de que te ahorque! —le grito, tratando a la vez de sonar educada.
—¿No es re lindo, má? —me dice mostrándome al chinito—. Quiere bailar el tango, es un dulce.
Todos, alrededor, coreaban:
—¡Tal-co… tal-co! ¡Tal-co… tal-co!
—Sofía Mirta —le explico, hecha un manojo de nervios—, un talco quieren, mi amor. Un talco es otra cosa. Vos vení con mamita que no te va a pasar nada.
Cuando la bajé de la mesa los otros chinos, que se nota que estaban alzados, me empezaron a mirar fulero, así que nos fuimos otra vez para donde había occidentales, aunque fueran el Caio y el Nonno. Que no serán los cascos azules pero por lo menos hablan un idioma que se escribe con letras.
Y entonces fue que vi lo que vi. Cuando paso por el pasillo, me quedo estaqueada: mi marido y el Jeremías, que nunca se dieron ni la hora, estaban abrazados. Como hermanos.
Si no hubiera sido porque el Nonno estaba intentando arrinconar a una china contra la pared en el comedor, hubiera pensado que se habían quedado huérfanos de padre y que lloraban por eso, fundidos y reconciliados en el dolor. Pero no, no era eso. Así que entré despacito, de chusma nomás, a ver qué pasaba.
—Mirá, gorda —me dice el Zacarías, y me muestra un talón—. Es un regalo del Jeremías.
Era un cheque a nombre de «Zacarías Bertotti», y tenía un montón de ceros.
—Es la ganancia completa del tour de los chinos —me explica el Jeremías—. Tampoco es tanto.
—¿Todo esto para vos, Zacarías? —le digo, emocionada por el gesto de mi cuñado, o por la cifra, o por las dos cosas.
—No —me corrige mi marido—. Es para el Zacarías chiquito. Es un regalo del tío para el bebé.
—Para que tenga estudios —sonríe el Jeremías.
Recién entonces me di cuenta que el gesto de mi cuñado era todavía más noble de lo que había pensado. Y también supe que los hermanos habían moqueado de lo lindo a solas, porque tenían los ojos en compota, aunque se hicieran los disimulados.
Cuando se fue la caterva, yo no sabía si ponerme contenta por la reconciliación de dos Bertotti que llevaban años de guerra fría o si ponerme a llorar por cómo había quedado la casa después del paso de tanta gente amarilla.
—Vó non te preocupé, Mirtitta —me dice el Nonno, agarrando de la cintura a una chinita que no tenía más de quince años—. Mi novia Xian Ling alora limpia tutto. Se va a quedare a vivire con nosotro. ¡A la merda la Negra Cabeza! Las doméstica chinesse sonno de má categoría que las paraguacha.
Xian Ling me miraba, sonriendo como un sol naciente.
—Vení que te muestro dónde está el blem —le digo.
¡Cuánta razón tiene Kirchner con lo de las relaciones bilaterales con los chinos! Un día nomás de integración con el lejano oriente y ya tenemos sirvienta nueva. Cada vez nos falta menos para ser de clase pudiente.