Aquí en España los dos grandes centros comerciales (El Corte Inglés y la FNAC) solo venden su modelo de ebook, y casi ningún empleado sabe decirte qué ventajas tiene el artefacto. Cuando uno pregunta, en las librerías tradicionales de esos mismos comercios, si ya venden ejemplares para cargar en los ebook, te miran como si preguntaras cuánto vale el kilo de mercurio. Existe el soporte, pero todavía no está preparada la distribución.
El consumidor de literatura está, sin embargo, muy atento. No compra en masa el chiche nuevo, pero espía su evolución. Y es que el hábito digital hace que cada vez resulte más complicado leer a la antigua usanza. «Cuando veo libros es como mirar una tecnología obsoleta», decía no hace mucho James Tracy, el director de la Cushing Academy, en un reportaje en The Boston Globe. Y parece ser cierto: las nuevas generaciones de lectores se han acostumbrado al salto, al hipertexto, a procrastinar, a manejar tres o cinco ideas al mismo tiempo. Regresar al libro plano, unidireccional, es como volver a encender el fuego con una piedra y un palito. En ocasiones me ocurre a mí también, sobre todo con libros muy gordos. En la novela que leo ahora hay miles de notas al pie y repeticiones argumentales. Lleva un apéndice al final, con las biografías de todos los autores a los que se hace referencia en el corpus. Cada vez que necesito conocer un dato debo poner el señalador, cerrar el libro (voluminoso, ya ajado), manipularlo con fuerza y revisar las páginas finales. Me siento un Neanderthal curioso y frustrado. A veces me da la sensación de que determinada idea ya fue expuesta ocho capítulos atrás, pero es imposible buscar la fuente: hay que hacerlo a mano, página a página.
Entre las múltiples razones sobre la tardanza del ebook, hay una muy clara: las editoriales no quieren correr la misma suerte que las discográficas. Los grandes grupos editores les ponen palos en la rueda a los proyectos electrónicos porque todavía no descubrieron de qué forma ganarán dinero cuando la materia escrita sea intangible (como ya lo es la música, como ya lo es el cine). ¡Qué felices eran los directivos de la RCA Victor cuando los discos eran de pasta o de vinilo, cuando el que quería escuchar una canción tenía que comprarse el long play entero! ¡Con qué amor fumaban sus habanos y contaban los billetes! Ahora la música es un intangible. Nadie la ve, no viene en cajita. Son datos invisibles que pasan de mano en mano, de oreja a oreja, sin que nadie pueda cobrar peaje. El cine también ha cambiado, tampoco viene en cajita. El único ámbito de la cultura popular que todavía sigue unido al packaging es el libro. Y el temor a que la cajita nos resulte obsoleta les pone los pelos de punta a los intermediarios de la cultura. Hace treinta años el gran enemigo del capitalismo eran los comunistas. Ahora son los intangibles.