Las malas lenguas en este barrio más que malas son mafiosas, así que anoche agarré el toro por los cuernos y se lo pregunté de frente a mi hijo, porque me gusta saber las cosas de primera mano:
—Oíme Nacho —le digo—, ¿qué hay de cierto en eso que dicen que te lo estás culiando al Borjamari, el gordito gallego de la funeraria?
El Nacho se puso todo colorado y no me miraba a los ojos, pobre santo. Empezó a mover los deditos contra la mesa. Lo tranquilicé diciéndole «yo soy tu madre, podés confiar en mí», y entonces se abrió como un monedero:
—Lo conocía de vista, pero en el velorio de José María estuvo muy atento y en los momentos más duros, cuando yo pensé que me quebraba, él siempre venía con un cafecito y me preguntaba si necesitaba algo… Es un chico muy sensible —me dice, todo emocionado.
—¿Entonces es verdad, nene? —le digo yo, que tenía la esperanza de que el chico me cambiara un poco los hábitos después de la muerte del novio—. ¿Y tiene que ser con un sepulturero, no podías elegir algo menos… qué sé yo… algo menos macabro?
—Enterrar gente es una profesión como cualquier otra, mamá… Además Borjamari no es lo que la gente piensa. Todo el mundo lo ve muy seco, vestido siempre de negro, emocionándose con la muerte…, pero yo lo he conocido muy bien estos días, y es un tierno. A la noche llora, siempre. Mira películas de amor y llora. Además es muy limpito y tiene el acento como el Imanol Arias.
—Bué, Nacho, yo qué sé… Si vos sos feliz —le digo—. Lo que no quiero es que vivas escondiéndote siempre. Ahora que tu padre sabe todo, lo mejor es que no vuelvas a vivir en la marginación. ¿Por qué no lo invitás a cenar a casa mañana al funebrero, y nos conocemos todos como Dios manda?
¡Ay, qué emoción le dio al Nacho mi propuesta! Casi que pegaba saltitos de la alegría. Me dijo que sí, que mañana vienen los dos. «Vas a ver qué linda persona, qué alma noble que es el Borjita, mamá», me decía. «Eso sí», me advirtió el Nacho, «es un poco crítico con la comida».
—No te preocupes, vos mañana traelo que yo le saco todo lo crítico y lo dejo mansito.
—¿Y no pensás que papá… lo puede querer cagar a trompadas o algo?
—Con tu padre nunca se sabe, Nacho —le digo.
—¿A quién hay que matar mañana? —dice el Zacarías, que siempre entra de golpe y escucha lo que menos tiene que escuchar.