El nuevo paraíso de los tontos
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El nuevo paraíso de los tontos

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El tonto ya no es lo que era. Ha pasado el tiempo, el siglo veinte se ha ido y las calles ya no son de tierra. En eso estamos de acuerdo. ¿Entonces por qué le seguimos dando al tonto una representación analógica? Seguimos pensando que está en las calles, pero no. El tonto de hoy ha dejado de ser aquel que no encaja en las reuniones y los grupos. El tonto actual ya no necesita salir, ya no precisa cuajar para subsistir, ni molestar con su presencia física, porque ahora vive en Internet, agazapado, careteando picardía y sutileza.

En la prehistoria digital el tonto vivía en las calles, en las casas de los otros, en las confiterías a la tardecita, o al costado de la cancha conversando con el arquero. El nuestro se llamaba Nelson y, como suele ocurrir, nos obligaba a ser crueles y, después a solas, a sentir culpa por haberlo tratado para la mierda. Porque no era malo: solamente era tonto.

Yo lo conocí en el verano de 1987 y no me di cuenta de su cualidad principal. Parecía un muchacho como cualquiera, solamente que un poco más cabezón. No imaginé que rastrillaba las calles buscando nuevos amigos, víctimas distraídas que no lo conocieran, para pegarse a ellos como una garrapata.

Aquella mañana (eran las siete de una madrugada muy larga, y yo estaba tomando aire en la plaza para irme a dormir sobrio) se me apareció de la nada. Venía con unas carpetas bajo el brazo. Me preguntó si yo era yo, le dije que sí, y me invitó a desayunar al bar Capurro. «Soy Nelson», me dijo, y parecía un chico cualquiera de 17 años. Conversamos alrededor de una hora, con dos cafés con leche que pagó él, y después me fui a dormir el resto del domingo. A las seis de la tarde tocaban el timbre de casa:

—Te busca un chico —dijo Chichita sacudiéndome de las sábanas—, uno nuevo.

Así llegó en mi vida Nelson, con la extraña capacidad de aparecer como si siempre hubiese estado ahí. Y lo cierto es que tardé casi dos años en sacármelo de encima, porque nunca resulta fácil encontrarle la vuelta a esta raza, emparentada con el perro de sulky. El tonto posee una personalidad fronteriza muy ardua de catalogar, como la escalera en el póker.

En el juego de baraja, nadie sabe si la escalera es el principio de una buena racha, o lo mejor que nos pasará en una noche adversa. Quien recibe una escalera duda siempre de la calidad y la intensidad de su suerte. ¿Qué hago ahora con esto? ¿Paso? ¿Me juego? ¿Descarto dos y busco la real? ¿Me tiro a color? Cuando nos topamos con un tonto nos pasa lo mismo: ¿estamos frente a un inofensivo pavote que ya se doctoró, o frente a un aplicado estudiante que mañana será un mogólico? Lo más complicado en el juego y en la vida, siempre, es la frontera.

Roberto Fontanarrosa, en su cuento «Experiencia en el Cairo», nos brinda una descripción perfecta de la ambigüedad inicial de un plomo, que es la antesala natural del tonto:

Al principio Silvio parecía un tipo lúcido, bastante entretenido. Sólo después fue sacando de su interior el verdadero monstruo que ocultaba. Silvio tenía un puñado de actitudes que lo hacían francamente imposible. Era de una suave cordialidad que ofuscaba. En su boca jugueteaba siempre una sonrisa comprensiva, los párpados entrecerrados y soñadores, la voz baja y un tono de «perdonáme lo que te digo» que exasperaba. Y no sabía dejar de lado, cuando estaba con hombres, actitudes que quizás alguna vez le diesen resultado con las mujeres; es decir, galanterías, gestos. Te hacía sentir una embarazada.

El tonto era todo esto, pero transgredía además el ámbito social. Salía de los bares, de las plazas, de los clubes, y se metía directamente en tu casa, muchas veces con resultados nefastos. Cuando por fin lograbas sacártelo de encima, Nelson se hacía amigo de otro integrante de tu grupo (buscaba siempre inocentes) y volvías a verlo con frecuencia.

Una tarde ya no sabíamos qué hacer con él. Estábamos tomando mate en el comedor del Chiri y Nelson se ofreció (siempre son extremadamente serviciales) a cambiar la yerba lavada. Se fue a la cocina y volvió sonriente:

—Qué tacho de basura tan moderno que tenés, Chiri —dijo al regresar con el mate limpio.

No le prestamos atención porque siempre tenía esas salidas extrañas. Horas después descubrimos que había tirado la yerba mojada en el Koh-i-noor, inutilizándolo para siempre.

El barco va hacia algún lugar porque tiene un timón. El timón del hombre, creo yo, es el sentido común. Sin él, como un barco a la deriva, el hombre queda fuera de lugar. Como la yerba en el fondo metálico de un electrodoméstico. Como un tonto; en otra parte.

Estar fuera de lugar, posiblemente, sea lo más triste que le pueda ocurrir al ser humano. Por eso en el fondo sentimos un poco de culpa cuando empezamos a desplazar a Nelson, a esquivarlo, a no decirle la dirección de las fiestas, o a darle direcciones falsas.

El tonto, cuando se sospecha desplazado por un grupo, busca otro grupo que desconozca su personalidad. Está siempre al acecho, como la mañana aquella donde me interceptó por primera vez. El pobre había sido expulsado de otro grupo, quizá la noche anterior, quizá esa misma madrugada. Y necesitaba acampar con otra gente que aún no lo hubiese descubierto.

En los pueblos pequeños, y aun en los grandes, la vida útil del tonto depende de la cantidad de grupos circundantes y de la poca comunicación estratégica que haya entre ellos. A Nelson le llevó cinco o seis años que todo el mundo lo conociera minuciosamente y le escapara como a la peste. Durante ese tiempo, creo yo, fue feliz saltando de un grupo al otro. No sé qué fue de él cuando por fin se quedó solo. (Me han dicho que se casó, que es otra forma de desaparecer para siempre de todas partes.)

Imaginemos entonces un pueblo infinito, con infinitos grupos dentro, con millones de comunidades distraídas y sin comunicación bilateral, y estaremos imaginando el paraíso de los tontos. Un lugar donde ellos podrán saltar de un sitio al otro, socializar, presentarse y actuar sin ser fácilmente detectados. Y cuando sean señalados y descubiertos, podrán cambiarse a otro grupo nuevo, a otra sociedad que los acoja, porque siempre habrá virginidad y recicle, y así no se quedarán solos jamás.

Una de las grandes ventajas de Internet en este siglo, es que ha logrado que los tontos se queden en casa conversando entre ellos. Todos los tontos del mundo, unidos y en paz. Si en 1987 hubiera habido tarifa plana en Mercedes, yo no me habría encontrado a Nelson por la calle. Nelson habría vivido feliz encerrado en casa, socializando en un grupo de Yahoo, o escribiendo un blog, o haciendo comentarios en otro. Intentando ser normal y que nadie se percatase de su drama.

La complejidad del tonto se ve primero en los gestos, en la cara, y después en las formas argumentales. Un tonto virtual tiene muchas más posibilidades de permanencia en un grupo, mejores opciones de camuflaje. Pero de todas formas, tarde o temprano, se dan a conocer.

Posiblemente la incapacidad de enviar un archivo adjunto al primer intento sea la forma más fácil de descubrirlos, sí, pero no la única. Los tontos virtuales actúan con el desparpajo de la invisibilidad, ese don que en la vida analógica no poseían, y que quizás necesitaban como el agua para sobrevivir.

Al ampararse en este flamante universo construido a su medida, el tonto descubre que los demás no poseen la libertad de cerrarles la puerta en la cara, como antaño. No hay casi cerraduras en el nuevo mundo virtual. Los sitios de encuentro se parecen más a plazas que a hogares, y entonces no existen madres a las que decirles «si es Nelson no estoy». En este paraíso binario el tonto es amo y señor. Y las calles verdaderas, las de hormigón, están por fin liberadas de su paso errático.

Sin embargo, el sentido común quiere ser también la moneda de cambio en este nuevo mundo digital. Necesita imponerse porque ya va siendo hora. Y el tonto carece de eso: es su kriptonita, su talón de aquiles. Solemos descubrirlo, entonces, en los grandes foros, yendo a contracorriente del grupo, es decir, equivocando el sentido común, tirando la yerba en los secarropas, escribiendo con mayúsculas, cantando «pri» cuando llegan segundos, rompiendo la armonía general con ideas poco eficaces o monótonas, o confusas, o herméticas.

Hay una maravillosa serie de humor en Inglaterra, líder de audiencia en la cadena BBC, que se llama Little Britain. En uno de sus sketchs, el actor Matt Lucas interpreta a Daffyd, «the only gay in the village». Se trata de un sujeto esperpéntico, vestido siempre con brillos, calzas y lentejuelas, que suele aparecerse en un bar semi-rural y se queja por no poder consumar su homosexualidad, dado que es el único puto del pueblo. Esto mismo ocurría con los tontos analógicos. Siempre había solamente uno en cada barrio o ciudad pequeña, molestando a los demás que no eran como él.

En Internet, en cambio, hay miles, millones de tontos. La mayoría de ellos, por suerte, han formado comunidades cerradas donde se sienten a gusto hablando de sus cosas y enviándose adjuntos a la tercera. Suelen autonominarse freaks, geeks, bloggers y muchas otras cosas acabadas en la letra K o con doble consonante en el medio. Siempre nombres en inglés. No les preocupa tanto lo que dicen sino que haya quien los escuche, por lo que carecen de una sintaxis, de una gramática y de un sentido común. Han dejado de estar incómodos en el centro de la acción, porque se han encontrado a gusto en ese suburbio oscuro de los exiliados y ya no molestan.

Pero hay algunos, unas pocas centenas, quizás más, que optan por alejarse del rebaño que los acoge y precisan integrarse a otros grupos moderados. Quieren ser el único gay del barrio. Prefieren esa afrenta a convivir en sus propias comunidades y ser felices. Necesitan la adrenalina del Nelson de pueblo chico, la pesquisa de la presa nocturna, la persecución y la expulsión del hogar de otros, para sentirse vivos y poder quejarse.

No hay tonto más perseverante que el tonto digital. No hay tonto más tonto que esta nueva versión mejorada de pavo siglo veintiuno. Es mucho más pesado que el analógico, y mil veces más agresivo y molesto, porque a éste le han dado una entrada gratuita al paraíso de los tontos, un ticket personalizado, con su nombre y su apellido, y sin embargo continúa prefiriendo quedarse allí donde nadie lo echa de menos, ajeno a su mundo de fantasía. Fuera de lugar.

Hernán Casciari