«El penal más largo del mundo», de Osvaldo Soriano
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Pausa

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El penal más largo del mundo se tiró en 1958 en un estadio perdido de Río Negro. Fue en un partido entre dos equipos de pueblos vecinos: el Estrella, un club humilde, y el Belgrano, que tenía el presupuesto más grande de la Liga. 

El Estrella no tenía un gran equipo, pero tenía un arquerazo. Se llamaba Herminio Díaz, le decían el Gato por su agilidad, y era la razón por la que su equipo iba primero, seguido a un punto por su his­tórico rival. 

¿Quién iba a pensar que esos dos clubes, que se odiaban, iban a definir el regional en la última fecha? Nadie. Pero cuando ese histórico domingo llegó, ya nadie se hacía esa pregunta. Ahora solamente había que ganar.

El humilde Estrella tenía una ventaja: jugaba de local y un empate le alcanzaba. Pero el Belgrano ha­bía logrado recuperar de una lesión al Chino Gauna, su goleador, que le había jurado a sus hinchas que esa tarde volvería al pueblo con la Copa. 

El partido fue trabado y aburrido, y se mantuvo el cero hasta el minuto ochenta y ocho. Pero ahí todo cambió: el Chino Gauna se sacó de encima a dos de­fensores y, cuando estaba a punto de patear, un vo­lante del Estrella lo serruchó desde atrás. Penal. 

Fue un escándalo, en las tribunas y en la cancha. Los locales empezaron a increpar al referí con putea­das, los visitantes saltaron a defenderlo y en segundos se armó una batalla campal. Tuvo que entrar la po­licía, y cuando las cosas se calmaron, el tribunal de disciplina (en reunión de urgencia) resolvió postergar los dos minutos restantes hasta el domingo siguiente, sin público. Se reiniciaría el partido con el penal. 

El lunes no se habló de otra cosa en todo el pueblo. El martes los equipos volvieron a los entrenamientos. El Gato atajó penales todo el día. Y a la tarde fue a tomar una grapa al bar. En el bar lo recibieron con aplausos. Pero el Gato estuvo callado, hasta que en un momento dijo: «El Chino Gauna tira todos los penales a la derecha». Los demás asintieron. «Pero él sabe que yo sé». Todos en la cantina se miraron. «Pero yo sé que él sabe que yo sé». «Entonces tiráte a la iz­quierda, Gato», dijo el cantinero. «No… Él sabe que yo sé que él sabe que yo sé», dijo el Gato. Y se fue a dormir.

El miércoles el Gato no fue a entrenar y el jueves el cartero lo encontró caminando por las vías. Ha­blaba solo. El cartero le preguntó: «¿Lo vas a atajar, Gato?». Y el Gato dijo: «Qué sé yo… ¿Qué gano con atajarlo?». 

«¡La gloria, Gato! », dijo el cartero. Y el Gato dijo: «La gloria va a ser cuando la rubia Ferreyra me quiera besar», y se fue cabizbajo. 

El viernes, la rubia Ferreyra estaba atendiendo la mercería del padre cuando el intendente, en persona, entró con bombones y le dijo: «Esto te lo manda el Gato Díaz… Hasta el lunes, el Gato es tu novio. ¿Es­tamos?». 

El sábado la Rubia y el Gato fueron al cine. Él quiso besarla pero ella lo frenó suavemente y le dijo que el domingo a la noche, quizás, después de que atajara el penal, en el baile, lo besaba… Entonces el Gato sonrió. 

El domingo los dos equipos salieron a la cancha vestidos y concentrados como para disputar un par­tido entero, aunque solo tuvieran que jugar dos mi­nutos. 

El Gato se paró abajo de los tres palos sonriendo. El Chino Gauna lo miraba fijo desde el punto pe­nal. Cuando el referí dio la orden, el Chino golpeó la pelota con fuerza y el Gato voló, decidido, al palo derecho. Rozó la pelota con la punta de los dedos y la sacó al córner. 

¡Ah! El pueblo estalló en festejos. Y el Gato estaba en la gloria. Vio su foto en la tapa del diario. Vio las caras de felicidad de sus vecinos desde el balcón de la intendencia: él con la Copa en la mano. Vio las luces del baile y sintió el beso de la rubia Ferreyra en sus labios. Vio el altar iluminado de una iglesia, la vio a ella, de blanco con un ramo de flores. Vio a la Rubia Ferreyra desnuda en el lecho nupcial, vio el rostro del primer hijo de los dos. Lo único que no vio el Gato, porque estaba distraído pensando en todo esto, fue que Belgrano sacó rápido el córner. No vio el centro entrando al área, no vio al Chino Gauna cabeceando de sobrepique. No vio que la pelota se metía en el arco. 

Después del partido, el Gato Díaz colgó los bo­tines y desapareció del pueblo. Tres días después lo encontraron muerto, en las vías del tren. Dijeron que se había matado porque no pudo soportar la humi­llación de la derrota. Solamente unos pocos supieron la verdad: se había matado por amor.

Osvaldo Soriano
Una adaptación de Hernán Casciari