Una novela involuntaria
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Prólogo de «El pibe que arruinaba las fotos»
El pibe que arruinaba las fotos

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A esta novela no recuerdo haber escrito nunca. Claro que la escribí yo, pero no me di cuenta, hasta hace unos meses, de que aquel montón de historias podían ser una sola.

Lo que sí hice, cuando lo supe, fue darles continuidad y ritmo. En eso estuve estos meses de ausencia en Orsai: editando y corrigiendo recuerdos propios. Lo que quedó es, hasta ahora, lo más lindo que escribí en la vida. Y fue sin querer.

Ayer hablé por teléfono con mi hermana, que ya tiene un ejemplar. Me dijo que había llorado y se había reído sin parar, y que era un libro hermoso. Suspiré aliviado, porque me lo decía alguien que protagoniza varios capítulos de la historia, con su nombre y su apellido, y yo nunca le avisé que eso iba a pasar; lo supo con el libro ya en la mano. (No sé por qué me arriesgo tanto a perder la amistad de mi familia.)

La historia de este libro es casual: yo tengo un contrato con Mondadori, por suerte muy flexible, y en abril me tocaba entregar un libro de cuentos. El libro ya estaba terminado y tenía nombre. Pero una tarde me puse a rastrear un correo viejo en el buscador de Gmail, y se me aparecieron varios chats con mi padre. Seguramente yo sabía que ahí estaban todas mis conversaciones con Roberto de los últimos cinco años, pero nunca se me había ocurrido revisarlas después de su muerte.

Esas lecturas me conmocionaron. En casi todas las charlas (generalmente muy nocturnas para mí, y para él antes de cenar) hablábamos de fútbol o de Orsai. Me llamó mucho la atención ese detalle: él me comentaba los cuentos de Orsai, sobre todo las historias en las que aparecía.

Esa noche, después de leer chats antiguos durante horas, y con el corazón un poco desbocado de nostalgia, puse el nombre de mi padre en el buscador de Orsai y aparecieron casi treinta cuentos donde lo nombro. Me los puse a leer, desde el más antiguo al más actual, y lo que leí tenía el tono y el ritmo de una novela involuntaria. Me quedé pasmado. La historia empezaba con él llevándome a rugby hace treinta años, para que yo no fuera puto, y acababa con su muerte sorpresiva y anacrónica.

¿Qué hacía yo, entonces, enviando a imprenta un libro de cuentos dispersos, si tenía frente a mis ojos un material que me hacía saltar las lágrimas cada cuatro líneas?

“El pibe que arruinaba las fotos” nació esa noche en mi cabeza. Descubrí que había escrito una novela de a ratos, sin intención, y que ahora que Roberto ya no estaba esa historia había acabado para siempre. Al día siguiente hablé con Schavelzon, que es mi agente literario, y le pedí que convenciera a la editorial para que me diera más tiempo, porque quería entregar una novela y no un libro de relatos. No le costó mucho que accedieran.

A mí, en cambio, sí me costó editar esas historias. Bastante más de lo que pensaba. No tanto por el trabajo de unir con nuevas letras los huecos entre una historia y la otra, sino porque todos los relatos en los que aparece Roberto estaban narrados en presente. Por ejemplo, en la frase “mi padre es amigo de toda la gente que transpira por placer”, yo tenía que cambiar una sola palabra, nada más que una: en lugar de es amigo, tenía que poner era. Era amigo. Nunca antes los tiempos verbales me habían causado tanto impacto.

Más allá de esos inconvenientes, más emotivos que gramaticales, las historias caían en el papel llenas de enlaces internos, con eslabones propios que las iban atando unas a otras de un modo que, por lo menos a mí, me empezaba a parecer milagroso. El libro crecía conmigo en los bordes, conmigo de espectador, como si un puzzle que tiraras en la mesa se fuera uniendo solo, sin la ayuda de las manos ni el esfuerzo.

Y ahora estoy contento, porque desde esta mañana el libro está en la calle y me gusta que haya surgido de ese modo.

La mayoría de las cosas que están escritas en él (como va siendo costumbre) ustedes las han conocido primero acá, en este blog, porque las escribí en directo y sin filtros literarios. Están las historias que más me gustan de Orsai, ésas en las que aparecen el Chiri, Chichita, Roberto, mi hermana, el Negro Sánchez, Cristina y la Nina. Es decir, están las peores verdades y las mejores mentiras que escribí durante los últimos tres años.

Releyendo lo escrito hasta aquí, me da un poco de resquemor que ustedes puedan sospechar que éste es un texto publicitario. Que digo todo esto para que compren el libro. Me voy a quitar ahora mismo la sensación con un regalo que (también es costumbre) les hago siempre el mismo día que un libro mío aparece en góndola:

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Una vez solventada la sospecha de marketing indirecto (la única manera de hacerlo es la gratuidad absoluta de la obra) debo agradecer a Random House Mondadori que me permita, otra vez, regalarles a ustedes lo que ellos ponen a la venta. Yo sé que, en el fondo, muchos de ustedes comprarán también el libro en papel —para tenerlo, para regalarlo o para compartirlo—, pero también sé que hay muchos, en otros países que no son España, Argentina, Uruguay y Chile, que no tienen otra opción de lectura más que la descarga. El regalo es, sobre todo, para ellos.

Seguro que, después de éste, vendrán más libros. Y es posible que alguno me guste mucho. Ojalá. Pero ya no habrá otro que surja con una espontaneidad semejante, con tan poco berretín de novela, ni tan de adentro.

Y también es seguro que ahora —tan pronto acabe la gira de prensa que se larga en estos días— retomaré Orsai con la frecuencia antigua. Es una aventura muy íntima, e inexplicable, regresar siempre a este cuaderno que ya me dio, además de dos libros de papel, las mejores alegrías de los últimos años.

Hernán Casciari