La reputación del pintor era conocida en todos los rincones del reino. Se decía que Wang-Fô era tan buen artista que sus pinturas parecían cobrar vida cuando les daba los últimos toques de color.
En los pueblos, la gente hacía fila para pedirle al maestro que por favor les pintara algo. Algunos lo trataban como a un sabio, otros como a un brujo.
Un día, mientras Wang-Fô pintaba unas nubes sobre un cielo azul, llegó un escuadrón de soldados imperiales. Sin decir una palabra, arrestaron al pintor y a su discípulo y se los llevaron hasta el palacio. Ahí los hicieron arrodillarse frente al emperador y esperar en silencio.
El emperador meditaba con los ojos cerrados. Era un hombre joven y hermoso, pero daba la sensación de ser implacable. No volaba una mosca en el salón. Finalmente abrió los ojos y les dijo: «Wang-Fô, tus pinturas arruinaron mi vida».
El emperador les contó que había pasado su infancia encerrado en la sala más escondida del palacio. Su padre había pensado que la mejor forma de educar a su hijo era manteniéndolo alejado de cualquier contacto con el mundo. La sala donde el emperador había pasado su infancia estaba completamente cubierta por cuadros de Wang-Fô. Días y noches se había pasado mirando cada uno de los cuadros, como si fueran ventanas que le mostraban todo lo que existía, más allá de las paredes del palacio.
Finalmente, a los dieciséis años, se abrieron las puertas que lo separaban del mundo. Pero cuando subió a la terraza para mirar las nubes, se decepcionó: las nubes reales no eran tan hermosas como las de Wang-Fô. Lo mismo cuando recorrió los caminos de barro y de piedra y visitó las provincias del Imperio sin encontrar los jardines ni las mujeres ni la blancura de la nieve que Wang-Fô había pintado.
El emperador entonces dijo: «Gracias a ti, Wang- Fô, estoy asqueado de todo lo que hay en mi imperio. Por eso, como castigo, ordeno que te quemen los ojos».
Al escuchar la sentencia, el discípulo de Wang-Fô se arrancó del cinturón un cuchillo y corrió hacia el Emperador pero antes de dar el tercer paso, un guardia lo decapitó.
El emperador entonces volvió a hablar: «Wang-Fô, antes de dejarte ciego quiero que pintes un lienzo que quedó sin terminar. Va a ser tu obra maestra. Si no lo haces, voy a quemar todas tus pinturas y todo el mundo olvidará tu existencia».
Un soldado trajo la pintura sin terminar: era un esbozo que Wang-Fô había hecho cuando era joven. No la había terminado porque en ese momento Wang-Fô no había sido capaz de captar los bordes filosos de las montañas ni los reflejos del agua del mar, ni el movimiento de las olas.
Entonces Wang-Fô tomó uno de los pinceles y se puso a trabajar. Con pocas pinceladas le dio volumen a las nubes, remarcó los picos de las montañas y le otorgó vida al mar. También pintó en la orilla un barco rústico que ocupaba gran parte de la pintura.
Los soldados miraban fascinados las manos del maestro. Algunos sentían que con cada pincelada el mar parecía moverse de verdad. Hasta tuvieron la sensación de que se podía oler la humedad de la brisa marina y escuchar el golpe de las olas contra el barco.
Con unas pocas pinceladas, Wang-Fô pintó entonces nada más y nada menos que a su discípulo y cuando le puso brillo a los ojos le dijo con una sonrisa: «Y yo que pensé que estabas muerto».
El discípulo, para sorpresa de todos, le contestó: «No maestro, gracias a usted, estoy vivo. El mar está tranquilo y el viento sopla a nuestro favor».
El discípulo extendió una mano, ayudó al maestro a subirse al barco, y con un empuje suave, zarparon.
Entonces el emperador vio a los dos hombres alejarse en su barco hasta que desaparecieron en el horizonte azul, recién pintado.