Hasta que un día llegó una golondrina y se posó sobre la estatua. Su bandada la había dejado atrás porque se había distraído con un junco (era una golondrina enamoradiza) y ahora, rezagada del grupo, tenía que buscar refugio y pasar la noche.
Pero justo cuando estaba ahí, sobre la estatua, sintió unas gotas que le caían sobre la cabeza. «¿Está lloviendo?», se preguntó. Pero no: las gotas eran del príncipe, que estaba llorando.
La golondrina miró a la estatua y le dijo. «¿Vos quién sos?». Y la estatua contestó: «Yo soy el Príncipe feliz». «¿Y por qué llorás?», le preguntó.
«Porque cuando estaba vivo yo bailaba y hacía fiestas en mi palacio, separado del resto del mundo por una muralla altísima. Me llamaban el Príncipe Feliz porque claro, la verdad que yo de joda y era muy feliz. Pero ahora que me convirtieron en estatua y me trajeron acá arriba, puedo ver las miserias de mi gente, y aunque mi corazón sea de plomo, lloro igual».
La golondrina entró en shock, no tanto por el relato del príncipe, como por el dato de que el corazón no era de oro. Ya no era tan buen partido, pensó, pero igual siguió escuchando porque tenía que pasar la noche.
«¿Sabés qué veo todos los días?», siguió el príncipe. «A una viejita que cose vestidos lujosos para las damas de la corte, y que al lado tiene un hijo enfermo al que no puede atender porque tiene que trabajar. ¿No podrías llevarle vos el rubí que hay en el puño de mi espada?».
La golondrina trató de zafar y le dijo que sus amigas la esperaban en el sepulcro del Gran Rey de Egipto, pero al final se conmovió con la tristeza del príncipe y accedió a hacer de mensajera. Fue a lo de la vieja, volvió y se tiró a dormir porque al día siguiente tenía que irse con las chicas.
Pero a la mañana, justo cuando estaba por irse, el Príncipe le pidió un nuevo favor. En otro lugar de la ciudad veía a un joven desplomado sobre una mesa llena de papeles. Tenía que terminar una obra de teatro, pero tenía tanto hambre y frío que no podía ni pensar. «¿No le llevás uno de mis ojos de zafiro?», pidió.
«¡Te vas a quedar tuerto!», le dijo la golondrina, espantada. Pero vio al príncipe tan resuelto que aceptó. Lo mismo hizo al día siguiente, cuando el príncipe quiso sacarse el otro ojo para dárselo a una nena pobre. Con la diferencia de que esa última vez la golondrina volvió y dijo que ya no se iría de viaje porque no quería dejarlo ciego y solo.
Y así fue. Desde el día siguiente, posada sobre su hombro, por pedido del príncipe la golondrina se dedicó a contarle la pobreza que había en la ciudad. Hasta que el príncipe, sobrepasado por el panorama, le pidió a la golondrina que le arrancara el oro fino de la piel y se lo diera a su pueblo.
La golondrina obedeció, y el Príncipe Feliz se quedó desollado de cara al comienzo del invierno, que llegó con nieve y hielo.
Por suerte, ahora todos en la ciudad estaban bien provistos para eso. Los únicos que se estaban congelando eran el Príncipe Feliz y la golondrina, que amaba demasiado al príncipe y ya no quería dejarlo. Hasta que un día, sintiendo que ya estaba por morirse, la golondrina buscó la mano del príncipe para darle un beso de despedida. Después de ese beso, finalmente, la golondrina cayó muerta a sus pies. Y en ese instante, algo crujió en la estatua —habrá sido el frío— y el príncipe se partió en dos.
A la mañana siguiente, la gente no daba crédito a lo que veía. «El Príncipe Feliz parece un pordiosero», dijo un concejal. «Saquen esa paloma reseca que los chicos van y tocan todo», dijo alguna madre. «Si no es bello para qué nos sirve», dijo un profesor.
Así que derribaron la estatua y la fundieron para hacer con el metal el busto de un político. En eso estaban, viendo a quién hacerle el busto, cuando el encargado de la fundición notó que el corazón de plomo no se derretía.
«Listo: se tira», dijo un funcionario. Y eso hicieron: tiraron al contenedor el corazón del príncipe, junto a la golondrina muerta. Y sin darse cuenta lograron que en la basura, finalmente, se reuniera lo único hermoso que quedaba en ese pueblo.