«El rastro de tu sangre», de Gabriel García Márquez
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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Era un enero helado en los Pirineos cuando una pareja de recién casados, unos chicos hermosísimos y muy jovencitos, se acercaron en un auto convertible para cruzar la frontera entre España y Francia. 

Se llamaban Nena y Billy, eran colombianos, te­nían mucha plata y estaban yendo a París de luna de miel. No podían ser más felices. Estaban viviendo una historia de amor fulminante que había empezado apenas tres meses atrás, en Cartagena de Indias, don­de se habían visto por primera vez. 

La cosa fue así: Nena estaba en el vestidor de un balneario para ricos cuando entró una bandita de chi­cos con plata —esa clase de chicos que salen a romper cosas porque están aburridos—, y en el medio de la batahola Nena quedó cara a cara con Billy. El flecha­zo fue inmediato. Desde entonces, con alguna letra chica en el medio, se la pasaron cogiendo sin parar hasta que, al tercer mes, los padres de ambos les pi­dieron que por favor se casaran. 

Después de la boda tomaron un avión a España. Ahí los recibió una comitiva del embajador, que era amigo de la familia de Nena, y les dieron las llaves de un convertible —regalo de bodas para que se fueran en auto a París— y un ramo de rosas con el que Nena se pinchó un dedo. 

Ese punto rojo, mínimo, en la yema del anular, justo donde Nena tenía su anillo de diamantes, mar­có un antes y un después en la vida de la pareja. Al principio la lastimadura parecía inofensiva, pero para el momento en que pasaron la frontera entre Espa­ña y Francia la sangre empezó a avanzar. Ellos igual no se preocuparon. Estaban tan entusiasmados, y el auto que tenían era tan increíble, que decidieron ir de un tirón a París, sin hacer escala ni siquiera en una farmacia, y ocupando el tiempo en armar la lista de cada uno de los lugares de Francia en los que harían el amor. 

Pero al amanecer, cuando pararon a tomar un café con medialunas, Nena se dio cuenta de que tenía la blusa y la pollera manchadas con sangre. Se cambió el anillo de mano, tiró a la basura el pañuelo empapado, y un rato después volvió al coche con un recaudo: dejó el brazo colgando fuera del auto, confiando en que el frío iba a frenar la hemorragia. 

Pero eso no pasó. Nena fue dejando su rastro de sangre en la nieve, y llegó a París muy pálida, sintien­do que se le estaba yendo el cuerpo por la herida.

En vez de ir al hotel lujoso donde tenían la reser­va, fueron directo al hospital, y Nena fue internada en terapia intensiva. Billy, en cambio, debió quedar­se afuera y seguir el protocolo de cualquier familiar: solo la podría visitar dentro de una semana, y en un horario muy estricto. 

Desolado, Billy hizo base en un hotel barato, a dos cuadras de ahí. Y estuvo así dos días hasta que una tarde, cuando ya no aguantaba más, trató de en­trar a la habitación de Nena, pero fue sacado a las patadas. Sin saber qué más hacer, fue hasta la Emba­jada de Colombia —donde nadie lo atendió— y dio vueltas por París sintiendo que él también se estaba desangrando. 

Pasaron por fin siete noches y llegó el día de visita. Pero cuando Billy entró con con los familiares de otros pacientes, vio que en esa habitación llena de enfermos Nena no estaba. El que sí apareció fue el médico, el mismo que los había recibido una semana atrás. 

«¿Pero dónde estaba?», le dijo el doctor a Billy. Y enseguida le dio la noticia: desde hacía días que lo estaban buscando para avisarle que, a pesar de los es­fuerzos de los mejores especialistas de Francia, Nena había muerto desangrada. 

Antes de morir, sin embargo, les había dicho que buscaran a Billy en el hotel de lujo donde iban a pasar la luna de miel, pero al no encontrarlo habían monta­do un operativo para dar con él: habían decomisado todos los autos convertibles, habían pegado carteles con su cara en las calles… Y además, siempre a la es pera de que él apareciera, los padres de Nena habían viajado a París, habían hecho los trámites para embal­samar a su hija y habían hecho el funeral y el entierro. 

«¿Dónde fue eso?», preguntó Billy desesperado. 

Y cuando el médico le dio la dirección, supo que todo había pasado a dos cuadras del hotel de mala muerte donde Billy, cada uno de esos días, había llo­rado por Nena. Y sintió unas ganas terribles de salir a romper todo como en esos viejos tiempos en los que él era un inútil, un irresponsable, un tontísimo chico sin futuro y sin ningún amor a cuestas.

Gabriel García Márquez
Una adaptación de Hernán Casciari