Igual Delia no sabía qué comprar: porque esa plata no alcanzaba para nada.
Pero decidida a conseguir un buen regalo, por más barato que fuera, respiró hondo, se maquilló un poco, y antes de irse se soltó el pelo frente al espejo y se obligó a sonreír.
La melena de Delia era larga y hermosa. La llevaba siempre en un rodete, más que nada cuando trabajaba (casi todo el día), pero suelta le llegaba, como una catarata, hasta abajo de la cintura.
Ese pelo, y el reloj dorado que había sido del padre de Jaime, eran las dos cosas que a Delia le provocaban un orgullo especial: lo único que tenían de valor Jaime y ella, algo parecido a lo que imaginaba que sentían los reyes y las reinas.
Pero ella no vivía en ningún palacio, ni siquiera su casa era cómoda. Así que volvió a recogerse el pelo y, amargada, salió a ver qué regalo de Reyes conseguía para su marido.
Como era de prever, esa plata no alcanzaba para nada que valiera la pena. Sin embargo, entre todas las vidrieras imposibles, Delia vio algo que la ilusionó: un cartel que decía «Se compra cabello». Entró al local, y una vez adentro se encontró con una mujer triste, aburrida de todo, que la hizo soltarse el pelo y que después le dijo, sin sacarse el cigarrillo de la boca, que por esa melena podía pagar diez veces más que el dinero miserable que Delia tenía en el bolsillo.
«¡Trato hecho!», dijo Delia, y se dejó cortar el pelo. Y con esa plata pudo, finalmente, comprar algo hermoso para su marido: una cadenita de oro para el reloj; una cadena que permitiría que Jaime pudiera ver la hora más seguido (porque al no tener cadena, sino una soguita de cuero, Jaime se avergonzaba de sacar su hermoso reloj en público).
Una hora más tarde, ya en la casa, feliz con su paquetito, se apuró para arreglarse el pelo corto y para hacer la cena de Reyes. Estaba nerviosa. A Jaime le encantaba su pelo y no sabía cómo iba a reaccionar al cambio.
Cuando el marido finalmente entró, Delia lo vio, como siempre, flaco, cansado, serio. Se sacó el abrigo viejo y los guantes (era una noche helada) y miró a su mujer con una expresión que ella no supo qué significaba, pero no era de sorpresa. Era algo peor.
«Bueno», dijo Delia, «no es para tanto. ¡Es como si vieras un fantasma! Me corté el pelo, nomas… ¡y lo vendí! porque no quería pasar la noche de Reyes sin hacerte un regalo, amor. ¡Y no sabés qué lindo lo que te compré!
«¿Te cortaste el pelo?», preguntó Jaime, atónito. En realidad, la pregunta no era una pregunta, era una forma de entender lo que veía. «Te cortaste el pelo!», así lo dijo.
Después, Jaime sacó de su bolsillo un paquete. Delia lo abrió. Era un juego de peinetas que ella había estado mirando mucho tiempo en una vidriera del centro. Eran hermosas, de carey auténtico, con los bordes adornados con piedras preciosas. Delia no lo podía creer: ahora que esas peinetas eran suyas, no tenía pelo para usarlas. Jaime estaba desmoronado.
«No importa, no importa», dijo Delia. «Vas a ver que el pelo me crece rápido. Ahora te toca a vos: ¡feliz noche de Reyes, mi amor!».
Delia le dio entonces el paquetito a Jaime, que desenvolvió la funda y se quedó mirando la cadenita de oro como si estuviera hipnotizado.
«¿No es hermosa?», dijo Delia. «Crucé la ciudad para comprarla. Ahora vas a poder mirar la hora cien veces al día. Probátela, quiero ver cómo te queda…
Pero en vez de obedecer, Jaime se dejó caer en el sofá, y sonrió con resignación, enamorado de su mujer. Le dijo: «Delia, mi amor. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas».