El ruido del garaje
6m

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Inéditos

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Durante mi ausencia, un grupo de comentaristas rebeldes y una máquina escupespam intentaron, con todas sus fuerzas, convertir Orsai en un nido de ratas. Esta anarquía me hizo acordar a las épocas en que mis padres se iban a Mar del Plata y yo me quedaba en casa ‘a estudiar’, porque me había llevado todo a marzo.

Quedarse solo en la casa sin los padres es, junto a ser invisible en el vestuario de las chicas, la situación más excitante de la adolescencia. No importa si la casa también es la de uno. Lo importante es llamar pronto a todo el mundo y hacer fiestas interminables, de una casa vacía a la otra, y así hasta que no quedara ninguna en pie.

En Mercedes solamente nos quedábamos en el pueblo los peores, los que no estudiábamos nunca en invierno, los que teníamos que rendir docenas de materias. Nuestros padres, cansados de llorar por nuestra suerte en otoño, hartos de gritar y de sufrir por nuestra incapacidad de entender las matemáticas, la física y la química, decidían irse de todos modos a Mar del Plata y dejarnos en el pueblo ‘en penitencia’, estudiando. Lo importante, en esos casos, es fingir tristeza hasta último momento.

Todavía me salta el corazón de alegría cuando me recuerdo en patas, desde el zaguán, saludando a los viajeros que, subidos a un Ford Taunus llenos de valijas, emprendían el viaje a la Costa y me dejaban en paz:

—¡Adiós máma! —había que mantener hasta el final cara de compungido, eso costaba mucho— ¡Chau, papá, no corras por la ruta! —la mano en alto, la alegría escondida— ¡Hasta la vista, simpática hermana menor! —ella sabía que yo sería feliz en breve, que sería el dueño del mundo; ella me odiaba desde la calurosa ventanilla, pero no podía decir nada. Mi hermana esperaba su turno de libertad, que llegaría dos años más tarde: por eso no levantaba la perdiz, aunque le hubiese encantado aguarme la fiesta y decir:

—¡Mamá, papá, el idiota está contento! —pero se mordía la lengua; no lo decía.

El auto se iba haciendo pequeñito por la calle 32, y mi mano seguía en alto desde la esquina. Una vez que el Taunus se convertía en un punto sin forma, yo cambiaba el gesto de mi rostro y bajaba la mano. ¡Ésa era la señal: bajar la mano! Entonces todos mis amigos se descolgaban de los árboles, se tiraban de los techos, o aparecían por debajo de las alcantarillas. Traían bolsas de dormir, damajuanas, dos mudas de ropa y una bolsa de porro. El Chiri, además, siempre traía un palo, porque quería ser el primero en romperle un florero a Chichita.

Esas temporadas hubieran sido perfectas, pero siempre había dos enemigos al acecho que también se quedaban en Mercedes: la abuela Chola y Mabel. Mi abuela, que tenía llave de casa y vivía a la vuelta, era la mismísima representación de la policía. Podía aparecer siempre, en cualquier momento del día o de la noche. Y Mabel era la señora que venía a limpiar, los lunes a las 7:30 de la mañana, justo cuando la fiesta del domingo empezaba a ponerse buena.

No teníamos una estrategia muy clara para librarnos de ellas, sobre todo porque vivíamos borrachos y era imposible actuar con lucidez. A la abuela Chola, por lo general, decidíamos trabarle la puerta desde adentro, para que no pudiera entrar. Ella nos espiaba desde la ventanita de la puerta, veía fragmentos del caos, pero el resto se lo tenía que imaginar:

—¡Abrime, nene! —me decía, tratando de hacerse oír por encima de la música y los gritos.

—¡Volvé después, abuela, que estoy estudiando! —le decía yo, apareciendo desde algún lado con un gorro militar en la cabeza.

—Ni bien llame tu padre se va a enterar —era siempre su última frase implacable.

En cambio la llegada de Mabel, aunque inoportuna, era necesaria. Alguien tenía que limpiar toda la mugre del fin de semana, y estaba clarísimo que no seríamos nosotros. Entonces yo decidía dejar abierta la puerta los lunes a la madrugada, para que la señora entrase a hacer la cocina, a repasar el baño y más que nada a limpiar los vómitos, que a nosotros nos daba mucho asco.

El verano del ’88 uno de mis mejores amigos (mientras yo dormía) la despidió. Mabel no quiso venir nunca más. En marzo mi madre fue hasta a su casa a preguntarle por qué estaba tan ofendida, y Mabel le dijo:

—Un amigo de su hijo me echó.

Nunca le dijimos a Chichita quién había sido el que, después de nueve años de servicio, había echado a la empleada de nuestra casa. Pero ya es hora de que mi madre lo sepa, aprovechando que ella lee este blog. No voy a decir el nombre completo, pero es alguien que luego se casó con mi hermana. No diré más que eso.

El regreso de los Casciari, quince o veinte días después, resultaba siempre problemático. (Igual que mi regreso hoy a Orsai.) Ellos llegaban con alfajores havanna, tostados, felices, deseando encontrarse con sus camas, su baño, sus cosas…, y la cara se les iba descomponiendo de angustia conforme iban interpretando el desastre.

—¡Mamá! —gritaba mi hermana— ¡Mi diario íntimo está abierto!

—¡La caja fuerte también! —informaba mi padre.

—¿Dónde está Hernán? —preguntaba mi madre. Pero yo no estaba: por suerte los padres de Talín se tomaban siempre la primera quincena de marzo, y las fiestas se trasladaban a su casa, y todos nos íbamos a emborrachar allí. Quince días más de libertad y sano esparcimiento… Mis problemas verdaderos empezarían el 15 de marzo: otro año más de escuela, la citación del Regimiento, volver a ver la cara de mis padres (que me esperaban para matarme), y sobre todo, esa sensación de que se estaban empezando a acabar las grandes aventuras de la vida.

Ayer a la tarde, cuando entré a Orsai y vi casi mil spams en los comentarios, cuando vi que muchos lectores habían estado a punto de declarar la autodeterminación de esta bitácora, me sentí un poco como los Casciari cuando llegaban a su casa a finales de los ochenta. Me sentí un poco yo mismo, hace muchos años, tratando de amansar a mis amigos:

—Se ha acabado el verano en estas tierras —les gritaba—. Vuelvan a los árboles, amigos míos. Papá y mamá han regresado: estoy escuchando el ruido del garage.

Hernán Casciari