Buscó primero en el jardín de su casa: no había. Después buscó en los jardines de los vecinos, y tampoco encontró. Y cuando se cansó de buscar por todo el pueblo se puso a llorar, debajo de un árbol de su jardín. «Me voy a perder la oportunidad más importante de mi vida por no encontrar una rosa roja en ningún lado», decía, desmoralizado.
No tenía la menor idea de que, en una de las ramas del árbol, había un pequeño pájaro, un ruiseñor, que lo observaba con un asombro extraordinario, mientras pensaba: «Por fin veo un enamorado de verdad. Hasta hoy siempre le canté a los enamorados sin conocer a ninguno, y ahora aparece este acá, y es hermoso», dijo. Y decidió ayudarlo.
Desplegó sus alas y voló hasta un rosal hermoso que crecía a la salida del pueblo. Le dijo al rosal: «Si me regalás una rosa roja te canto la canción más dulce del mundo». Pero el rosal dijo: «Mis rosas son blancas, querido, como la espuma del mar, pero andá ver a mi hermano, el que está la entrada del parque municipal, él te va a dar lo que querés».
El ruiseñor le agradeció y se fue volando hasta el rosal que crecía a la entrada del parque, y cuando se detuvo frente a él le pidió una rosa roja a cambio de la canción más hermosa del mundo. Pero el rosal le dijo: «¿Pero no ves? Mis rosas son amarillas como la yema del huevo. Pero andá a ver a mi cuñado, el que crece justo debajo de la ventana del estudiante. Estoy seguro que vas a tener más suerte que conmigo».
Y entonces el ruiseñor voló hasta el rosal que crecía bajo de la ventana del estudiante, y le pidió lo mismo que a los otros: una rosa roja a cambio de la canción más hermosa del mundo. «Viniste al lugar correcto», dijo el rosal. «Mis rosas son rojas, es verdad. Pero el invierno me congeló las venas y la escarcha me heló los capullos y no tengo rosas este año, lo lamento».
El ruiseñor bajó la vista con tristeza. El rosal lo miró de reojo y después de una pausa, dijo: «Bueno, hay una forma de conseguir una rosa roja… Pero es tan terrible que ni me animo a decirte». El ruiseñor no lo dudó y le pidió que le dijera cómo, sin miedo.
El rosal dijo: «Si cantás toda la noche para mí con el pecho apoyado en mi espina más punzante, y dejás que poco a poco la espina te atraviese el corazón, la sangre que salga de tu cuerpo va a correr por mi tallo y entonces yo, al amanecer, te voy dar la rosa más roja que nadie vio en su vida».
El ruiseñor se quedó paralizado: «La muerte es un precio alto por una rosa roja», pensó. «Pero el amor vale más que todo, ¿y qué es el corazón de un pájaro, comparado con el corazón de un hombre?». Así pensó, y aceptó la propuesta. Cuando la luna asomó sobre el jardín, el ruiseñor voló hasta el rosal, apoyó su pecho contra la espina más punzante y cantó, durante toda la noche, la melodía más hermosa del mundo, hasta que se desangró por completo, y murió.
Al día siguiente, al salir el sol, el estudiante resignado, deprimido, asomó la cabeza por la ventana y lo primero que vio fue una rosa roja, de pétalos abiertos, bellísima y milagrosa, en su propio jardín. Se inclinó y la arrancó, sin poder creer la suerte que había tenido.
Se puso un abrigo y fue corriendo a la casa de su enamorada con la rosa en la mano. La encontró sentada en el umbral y le dijo: «Me prometiste que esta noche ibas a ir al baile conmigo si te traía una rosa roja: acá está».
La chica lo miró, pestañeó dos veces y dijo: «Ay qué linda, pero ahora veo que el rojo no combina con el vestido que elegí. Y además ayer me invitó el hijo del intendente y le dije que sí. Lo lamento, Eduardo». Y después, con un saludo apenas cordial, la chica se metió en su casa.
El estudiante volvió a su casa con el corazón destrozado. «¡Qué cosa más inútil, el amor!», pensó mientras se alejaba. «Nunca prueba nada, nos incendia la cabeza con cosas que nunca van a pasar. Es lo menos práctico del mundo, y en este mundo lo único que importa es ser un tipo práctico, leer, razonar… Así que voy a volver mis libros y voy a dejar de pensar estupideces», dijo.
Miró a la rosa por última vez y la tiró a la calle con desprecio. La rosa voló hasta un charco que había en la mitad de la calle, y un rato después la aplastó la rueda de un camión.