El segundo cajón
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Pausa

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Messi es un perro y otros cuentos

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Resulta que no hace mucho publiqué en este blog una historia de amor, Tetas, que me ocurrió a los ocho años. Los personajes que aparecían en el cuento eran compañeros de tercer grado que no vi nunca más, porque al año siguiente me cambiaron de curso. Como en la historia usé nombres y apellidos reales, uno de aquellos compañeros, Juan José Bugarín, me escribió un correo electrónico tan pronto se vio mencionado.

Temí enseguida su enojo, porque soy afecto a la anécdota mejorada. Sin embargo su correo fue muy cariñoso. Pero lo más importante, lo extraño, es que Juan José destrabó de mi cabeza otra historia, esta sí real de principio a fin, que yo había olvidado por completo.

“Gordo —me escribió Bugarín en su mail—, en mi casa siempre nos acordamos de vos y es por eso que, a pesar de no verte desde hace como treinta años, leer un cuento como el que escribiste, en el que me nombrás, me llena de emoción. Una de las historias que yo siempre cuento, cuando alguien me pregunta por vos, es la anécdota de las revistas porno. Me alegra saber que tus cosas están muy bien y te mando abrazo enorme. Juanjo”.

Durante uno o dos minutos no reconocí la anécdota, porque la había enterrado bajo kilo y medio de otros recuerdos inútiles. Cuando por fin llegó a mi cabeza me sorprendí mucho: era un acontecimiento vital para entender la futura relación con mi padre, y sin embargo yo lo había sepultado. Aquella noche, la que rememora Bugarín, estaba amordazada en mi cerebro desde 1979, y así habría seguido, muda, olvidada, de no ser por ese correo.

Fue instantáneo: cuando reviví los hechos tal y como ocurrieron, recordé con mucha cercanía el olor de la madera del segundo cajón del escritorio; los árboles bajo los que caminamos esa noche con Roberto, ida y vuelta; el silencio vergonzante de aquella caminata; los ojos espantosos de Chichita durante la cena; la indigestión del recreo. También comprendí, ahora ya con ojos de adulto, qué horrible tuvo que haber sido todo para él.

Roberto, mi papá, fue la persona más tímida y reservada que conocí. Supongo que su principal objetivo en la vida fue el de pasar desapercibido, no llamar la atención, evitar cualquier excentricidad. Quizás por esa personalidad felina y ausente de mi padre, de chico yo me comporté muy perruno, muy atento a conocer sus secretos, a buscar más allá de sus palabras y gestos, a hurgar. Desde muy chiquito me acostumbré a revisar los bolsillos de su pantalón colgado, los dobles fondos de la guantera del auto y, sobre todo, el único cajón con llave de su escritorio de roble. El segundo cajón de la derecha; me obsesionaba.

Roberto abría y cerraba ese cajón todo el tiempo, pero nunca lo dejaba sin llave cuando se iba. Una mañana triunfal de domingo me encontré solo en casa y descubrí que podía sacar por completo el primer cajón sin llave, y, como por arte de magia, el contenido del segundo aparecía, majestuoso, al alcance de mi mano.

En el cajón secreto había un montón de cosas interesantes: un cronómetro de carreras de regularidad, un fajo de billetes de cien pesos ordenados del modo bancario, dos de las mejores lapiceras que había visto en mi vida, su antigua libreta de enrolamiento con la foto de la conscripción y, al fondo, envueltas en papel madera, una colección de seis revistas en otro idioma, llena de fotos de mujeres y de hombres desnudos haciendo acrobacias.

De todos esos tesoros me hubiera gustado quedarme con el cronómetro, o con una de las lapiceras, pero entendí que mi papá descubriría las ausencias: solamente había un cronómetro y dos lapiceras. En cambio los billetes y las revistas sí eran bastantes; me llevé entonces tres billetes y dos revistas, para que no se notara la falta. Acomodé el resto como si nadie hubiera pasado por allí, coloqué el primer cajón y me fui a mi cuarto con el botín escondido abajo de la camiseta.

Entonces no me di cuenta, pero ahora lo sé con seguridad: eran revistas europeas traídas a la Argentina de contrabando por algún amigo sibarita de Roberto (incluso puedo imaginarme quién). En 1979, plena dictadura conservadora, no se vendía esa clase de porno en los quioscos. No eran desnudos estéticos, ingenuos y serenos, como los que aparecerían en el país durante los años ochenta, sino una colección brutal de sexo explícito, interracial, con tríos y accesorios.

Había vergas gigantescas y tetas chorreadas de semen, y señores con patillas muy hirsutas, y señoras de pestañas como dedos, con maquillajes desteñidos. Yo pasaba las hojas con extrañeza y pudor, sin excitación pero tampoco con asco. Me llamaban mucho la atención dos cosas: las protuberancias físicas llenas de pelos y las vocales con dos puntitos de los epígrafes: había mujeres muy elásticas que hacían smögen här con gran empeño, y dos negros con una rubia que practicaban könssjukdomår, y una señora que le lamía el erotikmässor a otra.

A la mañana siguiente me fui al colegio con las revistas y los trescientos pesos ley. En el primer recreo me compré más sánguches de los que un gordo de ocho años podría comer, en el segundo recreo le mostré las revistas a Juanjo Bugarín, que me declaró automáticamente el mejor amigo del universo, y en el tercer recreo se me empezó a revolver la panza.

Me imagino que el dolor de barriga pudo haber sido fruto de una indigestión, pero yo creí que era la culpa: sospeché que al llegar a casa mi papá ya se habría dado cuenta del robo de billetes y revistas. Entonces hice lo que haría cualquier mal ladrón infantil: me deshice del tesoro. A la salida de la escuela me gasté el último billete en figuritas y le regalé las revistas a Bugarín, que las metió contentísimo en su portafolios.

Cuando llegué a casa todo estaba en orden y me sentí aliviado. La tarde pasó lenta, sin novedades, y a la noche me había olvidado por completo de la culpa y del pecado. En medio de la cena sonó el teléfono; lo atendió mi mamá. Del otro lado del tubo escuché, nítidos, los gritos de la madre de Bugarín. Los ojos de Chichita se hicieron cada vez más grandes, vidriosos y horribles.

Siempre temí la intensidad de los ojos maternos, que aparecían cuando yo hacía algo mal y desembocaban en una paliza que duraba —en tiempo e intensidad— lo mismo que un terremoto. Pero esta vez había algo raro en la mirada de Chichita, algo nuevo que al principio no descubrí. Ahora lo sé, porque comprendo la historia desde la perspectiva matrimonial. Esa mirada no era para mí, sino para Roberto. La ferocidad de los ojos de mi madre, por primera vez, no me enfocaba.

Cuando Chichita colgó el teléfono se sentó otra vez a la mesa y me hizo dos preguntas simples. ¿Vos le regalaste a Juanjo unas revistas?, pregunta uno. ¿Dónde conseguiste esas revistas?, pregunta dos. Contesté la primera con un sí flojito y cuando hizo la segunda señalé el escritorio de roble de mi papá. Roberto opacó la mirada y se quedó viendo su churrasco, como si de repente el pedazo de carne le hablara cosas importantísimas de fútbol o política. Yo cerré los ojos y me cubrí la cabeza con el antebrazo, para amortiguar los golpes que vendrían.

Pero no hubo golpes.

Seguí esperando con los ojos cerrados un poco más. Esperé y esperé una metralla de patadas y chancletazos, pero no, Chichita no puso el menor empeño. Me mantuve, por las dudas, con los brazos cubriéndome la cabeza, y escuché a mi madre:

—Te voy a hacer pasar la vergüenza del siglo, por pelotudo —eso fue lo que gritó Chichita—. Vas a ir ahora mismo a tocar timbre a lo de Bugarín y vas a pedirle que te devuelva las revistas.

Qué maravilla, la infancia. Aquella noche pensé que esa frase, que ese castigo, era para mí. Pero no me estaba hablando a mí. Y cuando Chichita agregó: “Y vos, idiota, lo vas a acompañar”, pensé que se lo decía a mi padre.

Por ese malentendido, por no estar mirando a mi madre a los ojos, tuve la sensación de haber recibido una represalia muy pobre en comparación con mi delito. Únicamente la imposición materna de ir a buscar las revistas a la casa de Bugarín. ¿Solamente eso?, pensé. ¿Nada de golpes tremendos ni condenas dolorosas? Sentí alivio físico, sí, pero mi orgullo rebelde exigía moretones y gritos en el cielo. Yo no era mi hermana de cinco años. Yo era terrible, era un gordito peligroso. No podía recibir la limosna de ese castigo tan pavote. ¿Y además me tenía que acompañar mi papá? Sentí vergüenza por mi penitencia, tan femenina y vulgar.

Salimos a la calle con Roberto. Era otoño y ya estaba fresco. La casa de Bugarín quedaba a dos cuadras de la mía, muy poca cosa. Pasadas las diez de la noche caminé con mi padre esos doscientos metros en silencio. Nunca supe que el humillado no era yo. Que el castigo lo imponía la esposa al marido, y no la madre al hijo; que el castigo no era un sopapo sino un escarnio, y que quien lo cumplía en silencio era un señor de casi cuarenta años, de Mercedes, un pueblo conservador de provincia; que la afrenta era para un hombre que vivía su vida serena de gestor impositivo en un pueblo donde todo el mundo se conoce y trata de ser invisible y no genera chismografía.

“Te voy a hacer pasar la vergüenza del siglo”, había dicho Chichita.

Yo lo conocí mucho a Roberto, dentro de lo poco que él se dejaba conocer. Y puedo asegurar ahora, que tengo la edad que él tenía esa noche, que su vergüenza fue infinita. Mi padre tuvo que tocar timbre en la casa de otra gente, tarde, a la noche. Me acuerdo perfectamente de lo que le costó hablar, saludar, pedir disculpas. Salió a atendernos la madre de mi compañero, muy seria, por la puerta del garage. Le dio a mi papá las revistas en una bolsa de papel azul, con gesto ofendido, como si le devolviera los restos de una bomba que había explotado donde no debía.

Desde una puerta interior asomó la cabeza Bugarín padre, que saludó a mi papá con un gesto imperceptible de resignación ante la supremacía femenina. Roberto le devolvió el mismo gesto, ruborizado. La madre de Bugarín nunca sonrió ni dijo nada para romper la tensión. Juan José, mi compañero, no apareció en ningún momento; lo imaginé castigado sin pantera rosa, quizá golpeado con fuerza bruta por su madre, y lo envidié.

Roberto saludó a la mujer, que seguía ofendida. Nadie le devolvió el saludo. La puerta del garage se cerró y los Bugarín retomaron su vida. Nosotros volvimos a casa en una segunda caminata, igual de oscura y silenciosa que la primera.

La anécdota acaba aquí y no tiene mayores virtudes. Es breve, casi no tiene diálogos. Jamás hablamos con Roberto de aquel asunto. Yo olvidé todo, imagino, la semana siguiente, pero él no. Estoy seguro. Para mí no fue importante la anécdota de las revistas pornográficas. Ni siquiera habría regresado a la superficie de mi memoria si no hubiera sido por el correo de Bugarín.

Entre lo que volvió a mi memoria aquella noche mercedina hay un detalle que yo no recordaba y que ahora me emociona: Roberto y yo hicimos las dos caminatas, la de ida y la de vuelta, agarrados de la mano.

Hernán Casciari