Había una sola cosa que a Midas le importaba más que el oro, y era su pequeña hija Irene. Pero como suponía que lo mejor que podía hacer por ella era acumular cada vez más cantidades de monedas amarillas y brillantes, no pensaba en otra cosa.
Una noche sucedió algo extraordinario: un muchacho de aspecto alegre se le apareció a Midas, en su palacio, de la nada. Se presentó como un dios muy antiguo y le dijo que estaba ahí para satisfacer sus mayores deseos, «así que podés pedirme lo que quieras», le dijo.
Y Midas no tardó ni un segundo en pedirle su deseo más grande: «Quiero que todo lo que toque se convierta en oro».
«Muy bien. Mañana, cuando abras los ojos, vas a tener lo que pediste», le dijo el dios, y desapareció.
A la mañana siguiente, cuando Midas se despertó, durante unos segundos pensó que todo había sido un sueño. Pero cuando saltó de la cama y sus manos tocaron la bata que siempre usaba para desayunar, la tela se convirtió en una gruesa capa de oro.
El rey se puso como loco de felicidad, y empezó a correr por toda la habitación, tocando y convirtiendo en oro todo lo que encontraba a su paso. Y después fue al jardín e hizo lo mismo con las flores. ¡Todo lo convertía en oro!
De pronto sintió un hambre voraz y bajó a desayunar. La mesa estaba servida con un suculento banquete digno de un rey. Se sentó a esperar a su hija Irene, ansioso por contarle la noticia, pero cuando la nena llegó estaba llorando.
El rey quiso saber qué le pasaba, y entonces la nena le contó que había bajado al jardín para cortar una rosa y dársela de regalo, pero todas las rosas estaban amarillas, duras, brillosas y sin perfume… y ella no sabía qué les había pasado. Midas trató de convencerla de que eran mucho más lindas ahora, pero no hubo caso. A la nena le gustaban las rosas como eran antes; no esas flores tristes y muertas que se habían apoderado del jardín.
El rey odiaba ver a su hija angustiada, pero lo cierto era que seguía teniendo mucha hambre, así que dejó el tema en suspenso y se dispuso a desayunar. Eligió una sardina tierna que se veía espectacular, pero ape nas la tocó, el pez se convirtió en un ejemplar dorado y tan perfecto que parecía una pieza confeccionada por el mejor joyero del mundo. Intentó con un pedazo de pan y pasó lo mismo: apenas sus dedos lo rozaron, el pan se transformó en un objeto de oro hermosísimo pero incomible. Enseguida quiso tomar agua, pero el agua se solidificó en su boca y la tuvo que escupir, convertida en una estela de oro vibrante. En ese momento fatal, el rey entendió que la mesa del campesino más pobre era mucho más rica que la suya, y se puso a llorar como un chico.
Irene corrió a consolarlo. Midas levantó la cabeza y trató de apartarla para que no lo tocara, pero fue demasiado tarde. Cuando la miró, su hija estaba convertida en una estatua de oro. Midas soltó un grito de dolor desesperado, y deseó con todas sus fuerzas ser el hombre más pobre del mundo, si a cambio podía recuperar a su pequeña hija.
De pronto vio que alguien lo miraba desde la puerta: era el dios de la noche anterior. «¡Eh, Midas! ¿Cómo va el toque de oro?», le preguntó. «Mal: acabo de perder lo que más quería en el mundo», le dijo el rey, entre hipos de llanto. «Eso quiere decir que hiciste un descubrimiento. ¿Te gustaría liberarte del toque de oro?», le preguntó. «Ya mismo, ¡lo odio!», respondió Midas. «Andá a buscar agua del río que pasa atrás de tu jardín y mojá los objetos que querés que sean como antes. Si hacés esto con sinceridad, a lo mejor reparás el daño que provocaste con tu avaricia».
El rey Midas se inclinó en señal de agradecimiento y, cuando levantó la cabeza, el dios había desaparecido. Corrió al río con un cántaro, juntó un poco de agua y lo vació sobre su hija, que enseguida empezó a estornudar y a sacudirse. «¡Basta, papá! ¡Por favor! Mirá lo que le hiciste a mi vestido nuevo», dijo la nena enojada, sin acordarse nada de lo que había pasado.
Midas no le dio muchas explicaciones. Lo que sí hizo fue pedirle que lo acompañara a buscar agua al río y entre los dos regaron los rosales, que recuperaron su forma de siempre. Lo mismo hizo con todos los objetos de oro del castillo.
Cuando el rey se hizo muy viejo y tenía a los hijos de Irene sobre sus rodillas, le gustaba contarles este cuento maravilloso. Y cuando acariciaba sus cabellos rubios, que eran iguales a los de su madre, les decía que ese color lo habían heredado de ella. «Aunque para decirles la erdad», les aseguraba a sus nietos, «desde hace mucho tiempo detesto el color dorado, excepto cuando el sol brilla en sus cabezas».
Nathaniel Hawthorne fue el autor de Historias dos veces contadas, La casa de los siete tejados y La letra escarlata, entre otros clásicos. «El toque de oro» apareció en El libro de las maravillas junto a otras reescrituras míticas.