El Zacarías en el club
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Más respeto que soy tu madre

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Lo mejor que se le ocurrió al Zacarías para que el hijo no se junte con vagos es llevarlo todos los días al Club Progreso, donde va él. Lo que no se da cuenta es que ahora el chico se sigue juntando con vagos, pero peor: con vagos expertos. Es como extirparle un tumor al chico para ponerle un cáncer. Pero el Zacarías nones.

—Que el Caio engrose el porcentaje de juventud argentina que no va al colegio ya me da bastante vergüenza —le dije anoche al padre—, pero que ahora vos lo llevés al Progreso para convertirlo en un parásito social ya es el acabose.

—No me escorchés, gorda —me dice—, que lo hago por su propio bien.

—¡Minga de propio bien, Zacarías! —me encono—. Prefiero que se drogue, mirá, y no que termine jugando al tute por el fernet… ¡Los parásitos adolescentes por lo menos corren algún riesgo! En cambio ustedes…

El Zacarías va a la sede social (ni en pedo sede deportiva) todos los santos días, desde que tengo memoria visual.

Según se dice, hoy por hoy el Club Progreso es un juntadero de viejos chotos que se pasan las tardes hablando de cuando el Club Progreso era otra cosa, mientras juegan a la baraja española y se bajan despacio una botella de ferro quina bisleri.

Para mi marido, en cambio, el ámbito del club es otra cosa, «algo cultural»:

—Ahí el chico aprende de los grandes —me explica—. En la mesa nuestra estamos el Rúben Pertossi, el Gordo Joresma, la Vaca Marchetta, el doctor Inschausti y otra gente con mucho mundo que le puede enseñar una bocha de cosas.

—¿El qué le van a enseñar, viejo? —le digo, poniendo los diez dedos todos juntos, como si estuviera sosteniendo una mosca—. ¡Haceme el gran favor! Si a vos te hubieran dado un peso por cada hora que estuviste planchando el orto en ese club, hoy hasta tendríamos pileta en el patio… ¿Y de qué corno hablan ahí, me querés decir?

—Cosas de hombres… Política, mujeres, autos. No es solamente jugar a la baraja lo que hacemos, gorda, no seás ignorante —me dice, mientras se saca un pedacito de carne de los dientes con la uña.

Lo que el Zacarías no sabe, porque es bruto, es que el Caio odia tener que ir al club con él. Se aburre como un hongo el chico, y no es para menos:

—Papá me da más vergüenza en el club que en casa, vieja —me confesaba esta tarde—, y eso ya es mucho… Vos no sabés lo que es papá en ese club.

—¿Qué es, nene? ¡No me asustés! —le pregunto yo.

—Es otro —me dice el Caio—: ¡habla!

—¿Cómo que habla? ¿Desde cuándo habla tu padre? —le digo—. ¿Y de qué habla?

—Hoy les explicaba a todos los de la mesa no sé qué del comunismo. Como seis minutos habló.

—¿Seis minutos? —me escandalizo—. ¡Pero si acá en casa la última vez que tu padre habló un minuto entero fue cuando se le cayó el ropero en la pierna! Ya me lo venía sospechando desde hace mucho, una vez que el carnicero Pertossi me dijo una frase incomprensible: «Ay, qué hombre conversador que es don Zacarías». ¿Conversador? ¡Si en casa es un ladrillo sordomudo! ¡No dice nunca nada! Pero se conoce que en el club, cuando está entre hombres jugando a la baraja, se convierte en locutor o algo.

Por eso yo siempre digo que los hombres, cuando están en casa, son como los sanbernardos: todo el día arrastrando el culo despacio, con cara de idiotas, sin ganas de ladrar y con la papada que les cuelga. Pero cuando se van con otros perros, por alguna razón, se convierten en rintintín. Nadie sabe por qué: es un misterio canino.

A mí me gustaría ser mosca, o empleado de Sadaic, para aparecerme por sorpresa en el Club Progreso sin que nadie me vea. Y ver de qué habla mi marido, en qué se convierte cuando se toma una hesperidina. Capaz que si lo agarro a tiempo incluso hasta juntamos los pelos en el baño de damas…

Por suerte ahora lo tengo al Caio, que me cuenta cosas, porque está infiltrado en esa sociedad secreta. Pero yo sé que un día el chico también se va a convertir en uno de ellos, en un hombre de club, en un ser de doble personalidad que no les cuenta nada a las mujeres de la casa. Ese día la Sofi y yo, corazones, vamos a quedar incomunicadas para siempre.

¡Ay, Nacho, hijo mío, Dios te conserve al maricón que llevás adentro! Qué feliz ha de ser la Luchía con un marido que nunca en la vida pisó las tertulias del club social…

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)