Las primeras dos semanas vi a Sandra pocas veces — cuando entraba o salía del garaje, que compartíamos — y puse en la balanza los pro y las contras de seducirla y acostarme con ella. No era especialmente linda, tampoco fea, pero su aspecto no importaba: a esa edad yo sopesaba esa opción con cualquier mujer que se cruzara en el camino.
Como Chiri estaba recién casado, mi amigo y confidente de entonces se llamaba Costoya. Éramos solteros, trabajábamos de cero a nueve en una empresa de clipping y nuestra vida social estaba atravesada por el sueño permanente. Era complicado mantener una relación amorosa con los horarios al revés: había que conseguir mujeres dispuestas al sexo antes del mediodía, porque a la tres de la tarde necesitábamos dormir para levantarnos a la noche, bañarnos y volver al clipping.
Teníamos dos temas únicos de conversación mientras escaneábamos la prensa: con quién nos estábamos acostando, y qué nuevo truco habíamos encontrado para dormir mejor. Incluso si el tema era otro (política o libros) en el fondo hablábamos únicamente sobre coger sin quedarnos dormidos.
Una madrugada le expuse a Costoya la situación con la hija de Hans: «Ventajas: es alemana, es tetona, parece callada y, sobre todo, la tengo a mano antes del mediodía. Contras: de cara se parece un poco a Beckenbauer», le dije, y lo miré para que diera su veredicto.
Pero Costoya no me escuchaba, porque tenía sus propios problemas. Había salido de una relación complicada y a su ex, una guionista en ciernes, le empezaba a ir bien. Costoya había perdido su casa y sus dos gatos (a las tres cosas se las quedó ella) y vivía de prestado en un departamento amigo. Extrañaba muchísimo a sus gatos; estaba triste y lleno de bronca. Razones de la tristeza de Costoya: había encontrado a su mujer con otro; el otro era su co-guionista; la serie que escribían juntos arrasaba en el rating. Razones de su bronca: la foto de su ex aparecía en los diarios, Costoya se levantaba a medianoche para recortar la prensa; Telefé era cliente.
En la empresa de clipping éramos quince trasnochados de edades diversas. Fue mi único trabajo de oficina en el que no hubo idiotas. Con mis catorce compañeros compartíamos un sarcasmo construido entre todos. Ellos eran graciosos y se drogaban bien. Nos aburría mucho lo que hacíamos (escanear y recortar) y nos burlábamos con gracia de nuestras vidas. Cuando alguien encontraba una noticia sobre la ex de Costoya, cacareaba. Esos cacareos, a las cinco de la madrugada, nos hacían sentir bien.
Mis problemas diurnos eran más simples. ¿Debía seducir o no a la hija de Hans? Yo no era un ganador; nunca supe conquistar mujeres en bailes ni en reuniones ruidosas; mi fuerte no era la primera impresión. Pero si me ponían cerca a una vecina o a una panadera del mismo barrio, yo tenía un método eficaz en cuatro tiempos: Día 1) Hacerla sonreír e irme. Día 2) Hacerla reír fuerte e irme. Día 3) Hacerla lagrimear con una historia e irme. Día 4) Decir algo cursi y quedarme. En general, algo bueno pasaba al quinto día.
Empecé a poner en práctica el método con la hija de Hans, pero cuando iba por el Día 2, por suerte, me salvó la campana. Fue un miércoles. De repente me desperté de la siesta con un grito raro, poderoso, que retumbaba en mi casa. Era la voz de Sandra, que sonaba muy cerca. Salí al patio y miré arriba. La vi en camisón: las tetas alborotadas, el pelo sobre la frente. Se quería tirar desde su ventana a mi patio. Hans la abrazaba para que no cayera. Volví adentro como un cobarde; sentí que no me debía meter en la intimidad de la familia. Al rato no escuché más ningún grito y retomé el sueño.
Dos horas después Hans me golpeó la puerta para pedir disculpas. Odiaba las interrupciones de la siesta, porque era todo el descanso que me podía permitir. Dormir, en esos años, era lo único importante. Lo hice pasar, pero Hans no quiso. Desde el marco me informó, por primera vez, que su hija era esquizofrénica. Matizó: «Está en tratamiento constante, a veces tiene estas recaídas, pero no es habitual». Y agregó: «En casa no hay tijeras ni nada filoso, no tenés por qué preocuparte».
A la madrugada siguiente, en el trabajo, Costoya escuchó mis novedades de inquilino seductor y fue tajante: «No te la podés coger, el padre te advirtió que está enferma», me dijo, «pero tenés que ponerla en circulación en los trueques del viernes». Me pareció arriesgado; le dije que lo iba a pensar.
Le decíamos ‘los trueques del viernes’ a unas fiestas nocturnas en mi casa. Era el único día de la semana en que podíamos interactuar de noche, y teníamos un sistema para ganar tiempo. Los quince del clipping llevaban a mi casa alcohol, drogas y una invitada cada uno.
Esta invitada podía ser una exnovia, una conocida, una prima del campo, a nadie le importaba mucho con tal de que tuviera formas reconocibles de mujer. No teníamos tiempo de salir a conquistar chicas, ni conocer lugares nuevos. Teníamos que ser, a la fuerza, nuestros propios proveedores. Entonces llevábamos nuestras antiguas migas y las esparcíamos, para que se convirtieran en el sánguche de otro.
Las invitadas podían ser feas hasta límites razonables, y no nos importaba la edad. Hubo gente que llevó a su propia tía. Teníamos un único requisito: el que traía una invitada era porque no se la podía coger, o porque ya se la había cogido lo suficiente, o porque le resultaba incogible por razones legales o religiosas.
Costoya tenia razón: la hija de Hans cumplía con uno de los requisitos. Yo no me podía coger a Sandra; entonces debía ponerla en circulación en el próximo trueque. Sin embargo no lo hice, y me alivia mucho decirlo. No pude hacerlo. Desde que supe que era esquizofrénica me costó mirarla y darle conversación cuando nos cruzábamos. ¿Con qué excusa, además, iba a invitarla a una de mis fiestas nocturnas? ¿No era casi lo mismo que intentar seducirla? Dejé pasar las semanas y Costoya se olvidó del tema.
Lo que hice (y esto sí me avergüenza) fue hablar mucho sobre ella en el trabajo. Les contaba a todos sobre los gritos guturales de Sandra, sobre los platos rotos que sonaban a veces en el piso de arriba, y sobre su llanto lobezno a deshoras que a veces me interrumpía el sueño. Mis amigos la llamaban, con cariño, la loca de arriba. «¿Ya te cogiste a la loca de arriba?». «¿Te dejó dormir ayer la loca de arriba?». No tendría que haberme burlado así de la hija de Hans.
Pasó el tiempo. En casa adquirimos rutinas y me encariñé con mis caseros. Quien haya vivido un tiempo en un hogar ajeno lo sabe: de repente nos convertimos en una mascota silenciosa. Nos empieza a preocupar la vida de los amos. Levantamos la oreja cuando se abre el garage y suena el ruido conocido del motor. Nos sentimos menos solos.
Cuando llevaba más de un año de inquilino, Hans me avisó que se iría de viaje unos días; era escenógrafo y le había salido un trabajo afuera. Como al pasar, me comentó que Sandra se quedaría sola por primera vez; me dijo que estaba medicada y que no habría problemas.
Era la primera época de los teléfonos móviles y Hans tenía un ladrillo enorme; yo también me había comprado uno. Me dio su número por si pasaba algo inesperado; confiaba en mí. Me alegré de no haber hecho circular nunca a su hija en los trueques: Hans era un buen tipo.
La fiesta de ese viernes fue bulliciosa, igual a todas, pero los quince del clipping y sus invitadas recuerdan bien esa noche. Yo estaba en el patio, muy drogado, tratando de hacer llorar a la invitada de un amigo con una historia triste, cuando otra invitada me avisó que alguien había entrado a casa y me buscaba. «¿Quién?», pregunté. «Una rubia, muy cara de loca». Entré al living y la vi.
La hija de Hans estaba parada en el medio de la alfombra, en camisón: las tetas alborotadas, el pelo en la frente. Los demás habían hecho una especie de ronda espontánea alrededor de ella, como en las películas malas cuando alguien baila bien o tiene lepra.
—Hola Sandra, ¿todo bien?
—¿Me puedo quedar?
Estaba asustada. Seguramente se vio sola en casa, quiso acostarse, nosotros la enloquecimos con la música y bajó.
—No te querés quedar. Querés dormir, ¿es eso?
—Sí.
—Ahora entro los parlantes que dan a tu pieza. Cierro la puerta del patio y tratamos de hablar más bajo.
—Bueno.
—¿Querés que te acompañe arriba?
—No.
Dio media vuelta y se fue. Debajo del camisón estaba desnuda.
Cuando cerró la puerta, los quince del clipping festejaron la aparición con abrazos y brindis. Sandra era un personaje al que conocían mucho, pero ninguno la había visto en persona hasta esa noche. En un punto sentí pena por ella, por su enfermedad y su confusión; pero también sentí un orgullo egoísta. Me gustó que hubiera aparecido, porque las fiestas en casa siempre tenían un toque de color: una gorda albina, una esquizofrénica en camisón, una joven actriz en ascenso.
Busqué a Costoya con la mirada, para ver si él también había podido conocer en persona a la hija de Hans, pero esa noche Costoya se había topado con una chica (mucho más tarde sería su esposa) y se estaba besando con ella en mi sommier con resortes bicónicos. No llegó a conocer a la loca de arriba.
La siguiente semana Costoya ya no estuvo triste ni tuvo bronca por el éxito de su ex. Se había enamorado. Su chica nueva era perfecta: trabajaba solo de tarde, en Garbarino, y podían coger de diez a doce de la mañana sin problemas. Aunque, eso sí, solo en hoteles alojamiento. Ni Costoya ni ella vivían solos y no podían alcanzar la intimidad hogareña. El amor les estaba saliendo muy caro.
Yo nunca pasaba los fines de semana en Buenos Aires. Cada sábado por la mañana, después de la fiesta del trueque, me tomaba un micro para visitar a Chiri en Luján, o a mis padres en Mercedes, o a mi hermana en La Plata. Volvía los domingos a la noche, directo al trabajo triste de recortar noticias. Así que le dejé la llave de mi casa a Costoya para que pasara el fin de semana con su chica.
Cuando volví a casa, el lunes siguiente, Costoya y su novia me habían dejado la llave debajo de la alfombrita del garage y un regalo sobre la mesada: una batidora eléctrica. Junto a la batidora — blanca, nuevita — había una nota de agradecimiento: «No tenés artefactos de cocina, sos un desastre. Si nos dejás volver algún otro fin de semana, te podemos traer más».
Ese martes le dije a Costoya que no hacían falta regalos, que podía usar mi casa cuando quisiera sin nada a cambio. Él me rebatió con argumentos: «Me gusta cocinarle a las mujeres porque se ponen mimosas. Pero no tenés un carajo para cocinar, y ella puede sacar aparatos al costo de su trabajo. Yo juego a ser chef y a vos te queda la cocina de Arguiñano». Me pareció bien.
Costoya y la novia empezaron a usar mi casa todos los sábados y domingos que yo me iba a la provincia. No solo me dejaban siempre un regalo arriba de la mesada (una juguera, una moulinex, un hervidor de mate) sino que antes de irse ponían la casa de punta en blanco, con olor a limpio, y nunca olvidaban dejarme la llave bajo la alfombrita de garage.
Se hizo tan rutinario el intercambio que algunos martes, al llegar al clipping, me olvidaba de agradecerle a Costoya el nuevo regalo del lunes. Por eso el día que llegué y no hubo ningún obsequio sobre la mesada me pareció de lo más normal y tampoco le dije nada. ¿Qué iba a decirle? «¿Por qué esta vez no tengo nada nuevo de Garbarino?». Hasta me alivió un poco la ausencia de electrodoméstico. Yo ya tenía batidora, procesadora, cafetera, tostador, amasadora… Ya no había enchufes en casa para tantos artefactos.
Ese martes a la noche resultó muy divertido el trabajo del clipping porque, en el suplemento espectáculos de Clarín, salió una entrevista larga a la exmujer de mi amigo. En la foto principal, enorme y a color, ella acariciaba a dos gatos. Eran los gatos de Costoya, sus amores perdidos en el divorcio. Cacareamos mucho toda esa madrugada.
Volví a casa a media mañana, harto de reírme y con tremendas ganas de dormir. Me bajé del 59 en Cabildo y cuando llegué a Olazábal oí dos ambulancias y mucho ruido de vecinos alterados. Me quedé quieto en la esquina de mi casa. Hans, mi casero, se agarraba de los pelos e intentaba abrazar el cuerpo de su hija, que salía en una camilla mortuoria, tapado con una sábana celeste.
Me dio un cosquilleo de ansiedad. No supe qué hacer. De nuevo me sentí una mascota de ellos. Caminé en redondo, con la misma confusión de un perro que ve a uno de sus dueños sin vida; percibí en el aire el olor de la muerte. Quería olfatear el cuerpo, quería salir corriendo. Quería rascarme las pulgas, acurrucarme y dormir.
Supe que no podría pasar a mi casa y tirarme en el sommier, porque aquello era un polvorín de enfermeros y policías que entraban y salían. Tampoco podía acercarme a indagar, porque me caía de sueño. No es que no sintiera pena por Hans, o por lo que pudiera haberle pasado a Sandra. Lo sentía mucho. Pero dormir, en esos años de mi vida, fue casi lo único que me importó de verdad.
Lo llamé a Costoya con mi móvil de kilo y medio. Le pregunté si podía ir a acostarme a su casa. Habitualmente su compañero de piso trabajaba de día y solía haber una cama libre. Crucé los dedos. Me dijo que sí, que me tomara un taxi, que no había problemas. Y agregó, antes de cortar: «Si ahora vamos a prestarnos las casas mutuamente, querido, devolvé el regalo del domingo».
Estuve a punto de preguntarle de qué me hablaba, porque el lunes yo no había encontrado ningún obsequio en la mesada, pero no hizo falta. Uno de los policías salió de la casa: llevaba en alto una cuchilla eléctrica, blanca, nuevita. Llena de sangre.