¡Qué fácil es todo para la juventud ahora! Con Google y con el 4G… En nuestra época podíamos estar días enteros con un cosquilleo en el cerebro por culpa de un dato, o de un apellido, que no nos podíamos acordar. Yo sé que la tecnología mejoró todo y ni en pedo me voy a poner en contra, ni voy a estar como los viejos, llorando por las cosas del pasado. Pero hay una cosa que sí extraño. Una sola cosa. Extraño tener cosas en la punta de la lengua. ¡Era lindo tener cosas en la punta de la lengua!
«Aaah, me sale Recabarren, pero no era Recabarren», decíamos con gesto de dolor.
«Gurundarena», saltaba algún amigo que se había sumado a la lucha, «¿No era Gurundarena, o Gorostiaga? Algo que empieza con G».
Y otro decía: «No, no. No empieza con G, empieza con R, o lleva R en algún lado, ¡la concha de la lora! ¿Cómo era?». Y así empezábamos todos… El olvido era contagioso como el bostezo.
A la media hora, nuestros amigos estaban igual que nosotros, ¡desesperados! Y consultaban a otros amigos, y estos otros amigos consultaban a la familia… y la rueda se hacía infinita.
Llegaba un momento en que la mitad de Mercedes (que es un pueblo grande) dejaba todo lo que estaba haciendo, paralizada la ciudad entera por la necesidad de saber cómo se llamaba ese actor secundario de Calabromas, o cuál era el apodo de un baterista que había sustituido a Oscar Moro en Serú Girán, en dos recitales en Chile, en 1979.
Siempre había un amigo idiota sentado al fondo de la mesa, harto de darle vueltas al asunto, que decía la siguiente pelotudez: «Van a ver que, cuando dejemos de pensar en eso, sale solo». ¡Claro que salía solo! Pero el problema no era ese. El problema era que no se podía, ni con los bomberos, dejar de pensar en eso. La palabra perdida, el dato perdido, fuera el que fuera, se instalaba en todos los rincones del cerebro como un virus y no nos dejaba seguir con lo que estábamos haciendo.
Lo que estábamos haciendo era casi siempre la Claringrilla o rascarnos el higo a dos manos (porque no estábamos buscando la cura del cáncer), pero había algo de masoquismo en esa sensación prehistórica, en el dulce devaneo de habernos olvidado algo.
Queríamos sacarnos el peso de encima. Queríamos, más que nada, que la respuesta llegara de repente a la cabeza, pero al mismo tiempo flotábamos en ese mar de dudas con un placer enorme. Nos encantaba pensar en eso…
Lo realmente desconcertante de esta manía pasaba siempre a las dos o tres de la mañana, cuando por fin nos acordábamos de lo que se nos había perdido en la memoria. La respuesta venía sola, cuando estábamos pensando en otra cosa.
Y la sensación era rarísima, porque en vez de alegría nos causaba una tristeza infinita habernos acordado. «¡Vicente Rubino era!», decíamos solos en nuestra pieza, quince horas después.
«¡Vicente Rubino!, la puta madre que los parió, Vicente Rubino, mirá qué pelotudez…».
Recuperar la información le quitaba toda la magia al asunto. Inmediatamente, nos dejaba de importar. Entendíamos que lo intenso no era conocer el dato perdido, era buscarlo desesperadamente, inútilmente, buscar el dato durante toda la vida.
Por eso, cuando recuperábamos sin querer la palabra olvidada, éramos capaces de entregar nuestros mejores discos a cambio de volver al segundo anterior del hallazgo, a cambio de ubicarnos de nuevo en ese terreno gelatinoso, vibrante, que es la punta de la lengua… donde no sabíamos nada, donde cada cosa era posible.
La punta de la lengua… Yo extraño, extraño mucho esos tiempos en que Google no existía. Esos años donde todas las respuestas del mundo dependían de la buena memoria de un puñado de amigos.