Podés hacer lo que quieras cuando volvés de vacaciones. Pero yo no sentí que había vuelto a Casa, así con mayúsculas, hasta que no me senté a cagar en mi propio inodoro.
Parece mentira, pero era fundamental sentarme en este agujero que fue tomando la forma de mi pandulce a través de los años, este agujero que me conoce como si me hubiera parido. El inodoro es el único electrodoméstico de la casa que conoce lo peor y lo mejor de mí: mis grandes esfuerzos y mis grandes fracasos. Por eso nos trajimos el inodoro de siempre cuando nos mudamos de la casa vieja. Yo no habría podido ir de cuerpo en un aparato nuevo. Hubiera sido como cambiar de ginecólogo a los cincuenta. Si ya tenés a uno que conoce tus miserias, ¿para qué empezar de nuevo? Es más o menos lo mismo que me pasa cuando lo miro al Zacarías: «¿Para qué cambiarlo ahora, si a este ya le conozco los botones?».
En los hoteles donde estuvimos de luna de miel me senté en cada inodoro que todavía no me entra en la cabeza… Incluso había uno que interpretaba que ya habías hecho lo que tenías que hacer, y sin avisar, así de sopetón, te echaba un chorro de aire caliente en el upite. ¡Ay qué julepe, madre mía! Ustedes me dirán que no hay mejor lugar para cagarse del susto, pero no es cuestión de andar muriéndose en temporada alta… Me agarró tanta repulsión que al día siguiente tuve que hacer malabares para mover el vientre.
—¿Qué hacés cagando en una bolsa del Coto? —me preguntó el Zacarías cuando salió de bañarse.
—No seas bocasucia, viejo, que estamos de luna de miel —le digo.
—¡Y vos no seas chancha! Cagar en una bolsa es peor que ser bocasucia —me retruca, con razón.
—Es que el inodoro te sopla el culo, y no aguanto la cosquilla —le advierto.
No me quería creer el esquenún, pero al rato me lo encontré con la cabeza metida en la taza, secándose el pelo con el chorro de aire caliente. Cuando salió parecía que hubiera andado en moto sin casco. Parecía la Pantera Rosa el día que se quedó encerrada en el lavarropas.
Pero a lo que iba: volver a casa después de un mes es muy raro, y sentarte en tu propio baño te va devolviendo de a poco a las pequeñas cosas. Igual, todo te parece difícil, cada retorno al día a día es siempre en cámara lenta, te cuesta acostumbrarte. Todo lo que hasta hace un mes una hacía automáticamente ahora me cuesta un perú. Incluso este primer apunte, corazones.
—¿Cómo carajo hacía todo esto sin quejarme? —me decía yo misma esta tarde, mirando la pila de ropa para planchar, mirando un negocio que mantener, mirando un cuadernito que llenar con palabras, mirando un hijo drogadicto que rehabilitar… ¡Virgen del amor hermoso, qué vida complicada!
Pero me faltaba sentarme en mi baño, eso me hacía falta… Me faltaba ese momento de meterme para adentro de mí misma, de mirar con cara de idiota los azulejos rotos, los remedios vencidos arriba del mueblecito, la telaraña de siempre en el rincón de la bañera, el Nuevo Cronista del lunes pasado arriba del canasto de la ropa sucia… El silencio de esta habitación en la que siempre estás sola, haciendo lo mismo de siempre: cagando y pensando en qué se convertirá tu vida después de tirar la cadena. Ustedes me perdonarán que empiece despacio, sin grandes estridencias y tanteando el terreno. De a poco voy a ir agarrándole el ritmo, y les contaré sobre la luna de miel y volveremos a la vida cotidiana. Pero hoy estoy recién llegada a Mercedes, la casa está patas para arriba, de golpe no hay montañas en la calle y mi vida otra vez tiene la cara de siempre.
Volver de las vacaciones es muy triste, si no fuera porque nos espera el baño, el nuestro, que por alguna razón es el más cómodo del mundo.