«Esse est percipi», de Honorio Bustos Domecq
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Pausa

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Un día de mil novecientos sesenta, Honorio Bus­tos Domecq, autor de historias de detectives, observó perplejo que en Figueroa Alcorta y Udaondo, donde siempre había estado el estadio de River, había un te­rreno baldío. El gigante de cemento donde se habían jugado tantos partidos memorables de pronto había desaparecido, y lo más curioso era que nadie, absolu­tamente nadie, hablaba de eso. 

Consternado, Bustos Domecq consultó con el doctor Montenegro, un gran conocedor de la ciudad, quien lo puso sobre la pista que buscaba. «Andá a verlo a Savastano, presidente del club Abasto, es pro­bable que él pueda darte alguna respuesta», le dijo. 

Savastano lo recibió esa misma tarde en la sede del club, ubicada en Corrientes y Pasteur. Domecq lo notó movedizo y ágil, pero principalmente un tanto agrandado por el último triunfo de su equipo frente a Newell’s Old Boys. 

Domecq elogió el golazo con el que el nueve de Abasto, de apellido Renovales, tras una asistencia del habilidoso Musante, había sellado la victoria. Savas­tano se quedó un segundo en silencio y luego dijo filosóficamente: «Y pensar que yo les inventé esos nombres a los dos jugadores». 

«¿Musante y Renovales son apodos? ¿No son los nombres reales de esos ídolos por los que todos los domingos grita la hinchada?», preguntó Domecq, confundido. 

La reacción del dirigente lo dejó sin palabras: «¿Usted cree todavía en la hinchada y en los ídolos, Domecq?». 

En eso entró un ordenanza y se acercó para anun­ciarle que José María Ferrabás, el locutor más im­portante del fútbol argentino, estaba afuera y nece­sitaba hablar urgente con él. «Que espere», ordenó Savastano. 

«¿Que espere Ferrabás?», preguntó Domecq. Era un personaje demasiado importante como para ha­cerlo esperar. «¿No será más prudente que yo me reti­re?», dijo con sinceridad. 

«Ni se le ocurra, usted no se mueve de donde está», contestó Savastano, y le pidió al asistente que hiciera pasar al locutor. 

Ferrabás entró con naturalidad, saludó y se sentó al lado de Domecq. El presidente le anunció: «Ferra­bás, ya nos reunimos con la Asociación. En la próxima fecha vuelve a ganar Abasto, uno a cero. Va a ser un partido duro, en el que ninguno de los equipos cederá terreno, pero en el segundo tiempo saldrá expulsado el nueve de ellos, y ahí Musante y Renovales, en el mi­nuto cuarenta y tres, van a romper el cero a cero. Pero escuche bien, Ferrabás: no queremos el gol de siem­pre, gambeta, pase, bombazo. Necesitamos imagina­ción. ¡Imaginación! ¿Entendió? Ya puede retirarse». 

Cuando el locutor se fue, Domecq tomó fuerzas para preguntar: «¿Tengo que pensar que el resultado se digita?». 

La respuesta de Savastano lo dejó hecho polvo: «No hay resultados, ni equipos, ni partidos. Los es­tadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. Toda esa excitación exagerada de los locutores, ¿nunca lo hizo pensar en que es una farsa? El último partido de fútbol se jugó en Buenos Aires el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento el fútbol es un género dramático a cargo de guionistas y de actores. Y no solo el fútbol, mucho de lo que usted cree que es real… tampoco existe». 

«¿Y la conquista del espacio?». «Una coproducción yanqui-soviética, muy bien realizada», respondió el dirigente. 

«Presidente, usted me mete miedo. Entonces… ¿en el mundo no pasa nada?», quiso saber el escritor. «Muy poco. Lo que yo no capto es su miedo, Domecq. La especie humana está en casa, tranquilamente sentada en el sillón, atenta a lo que sucede en la pantalla. ¿Qué más quiere? Es la marcha gigante de los siglos, es el ritmo del progreso que se impone», respondió. 

«¿Y si se rompe la ilusión?», preguntó Domecq, con un hilo de voz. «Qué se va a romper», lo tran­quilizó el dirigente. Y Domecq dijo: «Por las dudas, cuando me vaya de acá no voy a decir nada, voy a ser una tumba, se lo juro». Pero Savastano respondió: «Por mí, diga lo que se le antoje, total allá afuera na­die le va a creer». 

Sonó el teléfono. El presidente se llevó el tubo al oído y aprovechó la mano libre para indicarle a Domecq la puerta de salida.

Honorio Bustos Domecq
Una adaptación de Hernán Casciari