Ayer cuando volví de la escuela del Caio no escribí nada porque estaba depre. Lo menos que me han dicho es que el nene es un desequilibrado mental. Y lo que más me duele es que, según ellos, la culpa es nuestra, que no le hemos «aportado valores».
—¿Pero de qué me habla, señorita Directora —salté yo, media llorando—, si ya vendimos todo lo de valor que había en casa?
Ahora al chico me lo expulsan, ¡muy bien!, como si eso lo ayudara en algo. Yo sé que no está bien prenderle fuego a la sala de profesores y amenazar con un cuchillo a la maestra de música, ¿pero echarlo sí está bien, sirve para algo? ¿Ahora qué hace el Caio toda la mañana acá? Yo prefiero mil veces que prenda fuego a la escuela y no a mi casa. Escuelas hay muchas, y yo casa tengo esta sola, y además se nos está viniendo abajo. Cuando le conté la noticia anoche al Zacarías el pobre tuvo una reacción muy triste. «No se habla más —me dice—. ¡El Caio se viene a trabajar conmigo a Plastivida!». Y yo le digo, acariciándole la pelada: «Pero viejo, si a vos también te echaron de la fábrica el mes pasado, casi a la vez que me echaron a mí de la boutique…».
Los dos nos quedamos callados un cachito, como si pensáramos lo mismo a la vez. Y es que nos da la impresión de que nos están echando de todas partes a los Bertotti. El Nacho dice que somos el costo social de este gobierno… Yo no entiendo mucho qué quiere decir, ¿pero por qué será que siempre siempre tenemos que ser nosotros el costo social de todos los gobiernos?