Hay muchas clases de muertes. Está la muerte súbita, la menesterosa, la impensable, la anunciada, la torpe, la dolorosísima, la temprana, la leve, y también la muerte dulce, la del gas.
Hay vivos que se mueren mientras duermen la siesta, a otros se les para el corazón en mitad de un derby, muchos caen por el impacto de un metal veloz, o por el hambre, o porque les ha llegado la hora. Hay quienes han muerto haciendo el amor, o atracándose de comer. Hay miles de muertos cada día, pero muy pocos fantasmas.
Solo un puñado de personas al año muere en estado de ebriedad. No hablo de los muertos de la Dirección General de Tráfico, no, no esos borrachines atolondrados de viernes noche. Digo alcohólicos verdaderos, de hombres (mujeres fantasmas hay pocas) que beben hasta morir y caen desparramados en la barra de un bar, o al costado del camino, sin nunca más llegar a casa. Borrachos muertos como charcos en la calle.
Son poquísimos entre la multitud de muertos sobrios y asustados. Digamos que aquí, en España, mueren unos sesenta y dos borrachos perdidos por semestre. Y en el mundo, unos catorce al día. Es una cifra irrelevante que solo en Rusia preocupa un poco al gobierno.
Estos pobres muertos se despiertan en la muerte a ciegas, zumbadísimos, y no consiguen entrar al cielo ni al infierno. Están borrachos como avestruces, ni siquiera se dan cuenta que ya no tienen pulso ni zapatos. Y empiezan a vagar desnudos por las calles, hasta que se roban una sábana y se la ponen por la cabeza.
Los fantasmas van de a uno o de a tres, y a veces cantan canciones tristes de posguerra. No ven la diferencia entre la mala vida que han dejado atrás y la muerte que se les puso por delante.
Yo no temo a los fantasmas. No en plural. Yo solo temo a mi padre, que vivió borracho y murió con medio litro de ginebra entre la espalda y el pecho. Lo dijo el forense, y mi madre asentía. Cuando él venía ebrio a casa siempre me zurraba. Y me zurraba a diario. El último día que intentó golpearme y lo detuve, también lo estaba.
Mi padre, fantasma en vida y fantasma en muerte, ronda por estos pasillos en la noche. A veces está debajo de aquella sábana, o de esta otra, siempre inmóvil y al acecho, esperando a que yo baje la guardia para volver, siempre en zigzag, a morirse encima mío.