Por todo esto Ferreti, que tendía el fondo, ganaba muy bien mientras que Ferreyro (que no era mal mozo, pero tenía menos labia y no sonreía) apenas podía cubrir sus gastos y secretamente amasaba un odio intenso, macizo: inevitable. No solo porque veía a su compañero desfilar con pucheros, mariscos y vinos caros mientras que él no pasaba de un plato con ravioles, sino porque encima el tipo Ferreti era un novato.
Ferreyro, el mozo resentido, estaba en la cantina desde antes de que el dueño anterior muriera y las hijas la vendieran con Ferreyro adentro. Y recién después, con el nuevo dueño, llegó ese boludo alegre de Ferreti: un tipo más joven que además tenía un compinche: Santiago, el cocinero, que también estaba desde antes y que detestaba a Ferreyro. En la vieja cantina, donde había trabajado Felipe, un hermano de Santiago, Ferreyro lo había alcahueteado ante el dueño porque cada tanto se robaba una botella de vino.
Acto seguido, despidieron al hermano pero no a Santiago, porque era el cocinero y eso no se reemplaza fácil. Es por eso que Santiago odiaba a Ferreyro y miraba con regocijo su fracaso ante Ferreti, que se la pasaba atendiendo clientes, festejándoles los chistes y diciendo «¡Ahí viene la dolorosa!» cuando traía la cuenta: Ferreti hacía reír a los de su mesa, incluso cuando tenían que pagar.
Hasta que un día, harto, Ferreyro (el odiador) lo encaró a Ferreti (el odiado), y le habló de la injusticia que sentía porque él tenía las mejores mesas. «No hay problema, viejito, repartimos», le dijo el otro, y así fue: los dos tuvieron algunas mesas adelante, y otras mesas atrás.
Y lógicamente, lo que pasó de inmediato es que las de Ferreti se llenaron y las de Ferreyro siguieron, como siempre, vacías.
Desde la ventanita que conectaba con la cocina, el cocinero Santiago miraba todo con la carcajada contenida. No imaginaba que días después, desesperado, Ferreyro se iba a acercar a pedirle ayuda.
«Bombeálo vos desde la cocina, viejo, metéle tuco podrido en los ravioles, escupile las ensaladas, meále la sopa, algo…», le dijo Ferreyro al cocinero.
Santiago no lo podía creer. «Pero no seas miserable», le dijo, «valés menos que una lechuga podrida». Pero Ferreyro usó un as en la manga con el cocinero. Le dijo que si echaban a Ferreti, volvía a trabajar su hermano al restaurante.
Y ahí la cosa cambió. Pero de un modo impensado.
Al día siguiente, Ferreyro llegó a las diez, como siempre. Ferreti cayó una hora tarde y, cuando el dueño lo levantó en peso, Ferreti le dijo de todo: «¿Sabés qué, gallego? Me tenés podrido, en cualquier otra fonda estarían felices con un mozo como yo, así que me las tomo».
Y después de darles la mano a cada uno de sus compañeros, Ferreti, el odiado, renunció y se fue.
Callado, Ferreyro se guardó el odio y empezó a atender todas las mesas. A la noche llegó a trabajar Felipe, el hermano de Santiago, y a Ferreyro la vida le empezó a sonreír.
Con el paso de los días, Ferreyro se largó a contar chistes a los clientes, a gritar «¡Ahí viene la dolorosa!», a aplaudir los discursos de las despedidas y a elogiar las fotos familiares. Ferreyro, de repente, atendía las mejores mesas…
Ante la mirada de Felipe, que sentía la injusticia, Ferreyro se animó a soñar con lo que sueña todo mozo: dejar la bandeja y tener un restaurante propio.
En eso estaba, fantaseando feliz, cuando un flaquito de la mesa de la esquina se quejó porque los ravioles estaban muy salados… y a la media hora otro cliente le devolvió una ensalada porque la lechuga estaba como escupida, y después una señora le dijo: «Oiga, mozo, la sopa tiene como un gusto a pis, ¿la puede probar?».