Para peor, Sandra era horrible y mala. A diferencia de muchas historias donde los gorditos son buenos y padecen el maltrato de los demás, en este caso Sandra era gorda, petisa, pecosa y desagradable.
Cuando, por ejemplo, una de sus «amigas» (bueno, en realidad: una de sus compañeras, porque Sandra no tenía amigas)! cuando una chica del aula cumplía años, Sandra no le regalaba ni siquiera un diccionario de los que estaban en oferta. Llevaba de regalo un señalador de la tienda de sus padres, cuando todo el mundo sabía que esos señaladores venían gratis cuando comprabas un libro.
Y eso por no hablar de cómo trataba a Verónica: con ella, Sandra era especialmente cruel. Las poquísimas veces que le prestaba un libro a Verónica, le ponía un día y una hora de devolución, y le hacía firmar un papel donde Verónica aceptaba que si llegaba a atrasarse más de cinco minutos no tenía derecho a pedir un libro nunca más en su vida.
Verónica aceptaba. Siempre aceptaba y se dejaba humillar. Porque era pobre y no podía comprar todos los libros que quería leer.
Hasta que un día Sandra, al pasar, le dijo a Verónica que había llegado a la librería Corazón de vidrio, un libro gordo y carísimo, escrito por José Mauro de Vasconcelos, imposible de comprar por Verónica.
Sandra le dijo que se lo iba a prestar si Verónica pasaba a buscarlo por su casa. Así que al día siguiente, puntual, Verónica fue. Pero Sandra le dijo que, lamentablemente, ya se lo había prestado a otra nena, y que volviera al día siguiente.
Verónica se fue desanimada y un día más tarde volvió a tocar el timbre, y se encontró con la misma respuesta: «Se lo presté a otra nena, volvé mañana». Y así pasaron varias tardes con la misma crueldad.
Hasta que un día, cuando Verónica estaba en la puerta dejándose humillar por enésima vez, apareció la madre de Sandra. Le había llamado la atención que Verónica estuviera en la puerta todas las tardes y salió a preguntar por qué. Y aunque Sandra se apuró a contestar una mentira, Verónica dijo rápidamente la verdad. Y la madre de Sandra entendió todo.
«Sandra», le dijo, «ese libro no salió nunca de casa. ¿Vos te estás burlando de esta nena?».
El enojo de la madre no era solamente por la mentira. Era la bronca que le dio descubrir que tenía una hija perversa. Entonces le dijo:
«Te metés para adentro y le prestás ya mismo el libro a esa nena».
Cuando Sandra se fue, la mujer le dijo a Verónica: «Y vos, te quedás con el libro todo el tiempo que quieras».
Sandra volvió, humillada, y le prestó el libro a Verónica.
Verónica agarró el libro en silencio y se fue a su casa. Ni sonrió. Usó toda su energía en sentir el peso de ese libro contra su pecho. Al llegar a su casa no lo empezó rápido. Recién a la noche lo abrió y leyó un cuento, y al rato lo volvió a cerrar. Y lo escondió. Quería fingir que no tenía el libro, para sorprenderse después. Jugaba a que se olvidaba de la felicidad de tenerlo. Para alegrarse mucho un rato después y leer un nuevo cuento.
Y así fue leyendo el libro de a poco, durante días, creando obstáculos falsos para disfrutar todavía más de ese juguete clandestino que es la felicidad. Verónica ya no era una nena con un libro: era una mujer con su amante.
Por eso, cuando terminó todos los cuentos y devolvió el libro a su dueña, Sandra lo agarró desesperada y lo empezó a leer sin parar. No le interesaban esos cuentos: Sandra solamente quería tener el libro. Poseerlo.
Y un rato más tarde, agotada, sin haber entendido ninguno de los cuentos, Sandra se quedó dormida con el libro en el pecho, justo encima de un chicle pegajoso y sin gusto que ya se había aburrido de masticar.